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Ajedrez y Filosofía[1]
Por José Biedma López
Sé por experiencia que el
ajedrez puede convertirse para algunos en una obsesión.
Tal vez tengan razón
aquellos que lo consideran demasiado para ser un juego y demasiado poco para ser
una ciencia (Flaubert, Unamuno, Ramón y Cajal…).
Es inevitable que si un
filósofo se entusiasma por “el rey de los juegos”, lo tome por objeto de su
reflexión filosófica. Como les pasa a las corridas de toros, o a las ciudades,
por primitivas, gregarias, crueles, ruidosas o banales que resulten en sí,se
enriquecen con el arte y la literatura que han inspirado. Uno puede recoger si
no toda, parte de esta literatura, de esta tradición para dar sentido o hacer significativa
la propia pasión.
Es lo que ha hecho con gran
amenidad y competencia nuestro colega Francisco J. Fernández en El Ajedrez de
la Filosofía, Plaza & Janés, Madrid, 2010, convencido de que el ajedrez no
es sólo una formidable gimnasia y un tónico mental, sino que permite una
aproximación multidisciplinar. El autor se doctoró con una tesis sobre Leibniz,
amplió estudios en la Sorbona, ha sido profesor de universidad y en la actualidad
ejerce como profesor de Secundaria en Marmolejo (Jaén), donde anima la vida
cultural y ajedrecística.
El libro está lleno de
anécdotas sabrosas, como la de que Rousseau dio el “mate de la coz” a David
Hume, en 1766, poco antes de su sonada enemistad. Pero es también un libro
autobiográfico, un relato de cómo el autor se relaciona con el juego, con el
aprendizaje, la enseñanza (o el purgatorio de la enseñanza) y con la vida
(decursus vitae).
Como padecí la misma pasión
que Francisco por el ajedrez y por los sacrificios románticos en ajedrez (el
principal es el de la dama, a la que dejaba abandonada los domingos para ir de
pueblo en pueblo en competiciones provinciales de tercera), y consagraba como
él una gran parte de mi tiempo libre al estudio de este juego infinito, me ha
sido fácil simpatizar con su juego, quiero decir, libro. He leído muchas de las
obras maestras a las que se refiere, de Stefan Zweig, de Nabokov,
Fredric Brown, Fernando
Arrabal… Sin embargo, estoy menos persuadido que el autor de que el ajedrez
ofrezca posibilidades filosóficas “que sólo muy escasamente han sido por ahora
tenidas en cuenta” (pg. 29). Los filósofos harían muy bien, desde luego, en tomarse
completamente en serio este juego si el mundo fuera una superficie plana de 64
escaques con solución de continuidad, 32 trebejos de dos colores distintos y
unas reglas precisas cuya aplicación controla una federación internacional. Por
suerte, el mundo es otra cosa. Sin embargo, la filosofía no tienepor qué
renunciar a la imagen, al juego o al humor.
Sin duda, el ajedrez ha sido
una metáfora recurrente: para el físico Richard Feynman el mundo es algo
parecido a una gran partida de ajedrez jugada por los dioses, pero nosotros no
conocemos las reglas del juego, sólo podemos observar las jugadas; para el
lingüista Saussure: “Una partida de ajedrez es como la realización artificial
de lo que la lengua nos presenta en forma natural”. A mi juicio, ese “como” no
debe tomarse demasiado en serio, no sólo porque el ajedrez sea un juego de
información completa, donde no se especula con una información privilegiada, al
contrario que el juego de la lengua, sino porque la lengua moviliza muchas más
piezas y casillas, infinitas, y también porque sus casillas cambian de color a
medida que se juega, cambian las reglas de sentido y también cambia el sentido
de las reglas.
Debo de agradecer a esta
obra el haberme enterado de que nuestro singularísimo Agustín García Calvo,
cuyo estudio serio deberíamos emprender todos alguna vez en la vida, haya
dedicado tantas páginas al ajedrez. El Ajedrez de la Filosofía ha tenido
también la virtud de motivarme a la lectura de Leibniz –ya me lo advirtió Lourdes
Rensoli Laliga, que es una de las mejores conocedoras de las obras de Leibniz a
nivel internacional.
Este “endiablado
entretenimiento” no sólo da juego, sino también asunto para lecciones de ética
o estética; para reflexiones sobre inteligencia artificial (computación versus
evaluación, ¿es posible alcanzar un algoritmo del ajedrez?); para distinciones
entre reglas de constitución y reglas de aplicación: las primeras no pueden ser
discutidas, las segundas sí y marcan estilos o “sistemas de juego”; para
análisis del juego como una dialéctica (por ejemplo, decimos que un jugador “refuta”
un gambito aceptándolo), un diálogo en el que el pensamiento del otro cuenta
tanto como el propio (¿puede el alma dialogar consigo misma sin perder su armonía?);
o puede ser tenido en consideración como una muestra de la arquitectura
leibniziana de los mundos posibles, en el que caminamos desde la indeterminación
aparente de la apertura hasta la determinación del jaque mate o de la Zugzwang
(jugada obligada perdedora); y en fin, el ajedrez da para exámenes críticos de
la jurisprudencia o revisiones de la filosofía de la historia o de la política.
Es un consuelo saber que en
el ajedrez, al contrario que en el maquiavelismo político, la mentira y la
hipocresía no sobreviven (Lasker), y siempre pierde el que juega peor, a menos
que se hagan trampas y no haya autoridad que las denuncie y sancione. “Tal vez
–escribe nuestro colega- sólo haya otro espectáculo en el que el fingimiento se
pague tan caro: la tauromaquia (“sabio ajedrez contra el funesto hado”, decía
Gerardo Diego a propósito de Joselito el Gallo). Ese rigor del ajedrez es el
que brilla por su ausencia en las altas esferas de la cultura, incluso en discursos
tan elaborados como el filosófico. El jugador de ajedrez puede resultarnos y
ser tan extravagante como Fischer o Alekhine y, naturalmente, pueden ser mejores
o peores personas, pero en el tablero el esnobismo vano se paga perdiendo. La
pericia allí no puede ser representada sino que ha de acontecer, como en la
tauromaquia, si no, nada separaría al domador de leones del torero.
Como en la Ética de
Aristóteles o en la Crítica kantiana, la prudencia debe ir allí acompañada de
la habilidad, y la teoría de la práctica.
Como el juego mismo, cada
partida de ajedrez tiene su historia. Henri Poincaré se sirvió de ello para
mostrar la necesidad de la intuición en el seno de las matemáticas, y cómo
éstas no eran un juego puramente lógico, pues comprender una partida es algo más
que anotar que cada jugada se ha hecho de acuerdo a ciertas reglas. Las
posiciones iniciales de las piezas pueden interpretarse como axiomas, sus
movimientos reglados como reglas de transformación, y las posiciones que se
siguen de sus jugadas como teoremas… Pero el ajedrez tiene también un dimensión
pragmática que lo golpea desde el exterior… un curioso ejemplo es el nacimiento
del Gambito Evans por culpa de un golpe de mar, según reza la leyenda (pg. 94).
Y no basta con atenerse a las reglas y mantener la concentración en un medio
pacificado para jugar bien, también es necesaria la capacidad de juicio (Urteilskriaft).
“Lo que no se puede enseñar”, según Kant: la facultad de aplicar reglas o de
distinguir cuándo la regla es aplicable al caso, lo que denominamos “sano
entendimiento” o “sentido común”. ‘Spiritus ubi vult spirat’, -escribe el autor,
citando el Evangelio de San Juan.
No faltan tampoco en El
ajedrez de la Filosofía las referencias psicológicas, desde el Examen de
ingenios (1575) de Juan Huarte de San Juan, donde se afirma que “el juego del
ajedrez es una de las cosas que más descubren la imaginativa”, y que se relaciona
más con el ingenio que con el entendimiento o la memoria. ¿Requiere el ajedrez
de un talento específico, como parece afirmar Feijoo en sus Cartas eruditas?
Puede.
Puede que Kasparov no tenga
la inteligencia general y abstracta que tuvo Hegel, sin embargo, en su obra Mis
geniales predecesores interpreta la historia del ajedrez como algo básicamente
orientado hacia sí mismo, como el alemán la historia de la filosofía.
¿Megalomanía, narcisismo genial? ¿Qué es eso de ser un genio del ajedrez? Para
resolver esta interrogante, Francisco J. Fernández echa mano de
Kant. Tres son las
características que definen a un genio en general: Originalidad, naturalidad y
ejemplaridad; o sea, capacidad para crear algo nuevo sin esfuerzo aparente y
convirtiéndose en modelo aleccionador… Los jugadores de ajedrez pueden ser
originalmente naturales, tal vez, pero ¿no está el ajedrez demasiado encerrado
en sí mismo como para que podamos aplicar en otros terrenos las maravillas que
en él encontramos? Evidentemente, por mucho que se empeñe
Kasparov, no es la vida la
que imita el ajedrez. El ajedrez simula una batalla entre dos conciencias,
sublima una guerra entre dos inteligencias que cuentan con los mismos
efectivos.
¿Pero no dijo Heráclito que
la vida misma es ho polemós, lucha y guerra? ¿Y no dice Gustavo bueno que
siempre que se piensa se piensa contra otro? En fin, prefiero pensar que la
dialéctica filosófica pueda ser más una conversación infinita, aun en el
sentido aristotélico de una indagación meramente probable o plausible (de
plauso, aplaudo), que una polémica donde uno de los jugadores tenga que resultar
sin remedio eliminado, y ambos se empeñen en acabar del todo con las posiciones
del adversario. En fin, la naturaleza misma ofrece todas las gamas del gris, y
en ella es raro lo blanco y negro, la mayoría de nuestros razonamientos prácticos
no tienen nada que ver ni con demostración ni con la dialéctica todo o nada
(verdad/falsedad). Emanuel Lasker, campeón del mundo entre 1894 y 1921, fue un
temible adversario hasta los sesenta y siete años, hazaña que nadie ha podido
emular. Este prusiano, matemático y filósofo, lo expresó muy bien: “El ajedrez
no es certidumbre. Y cuando llegue a serlo, el ajedrez habrá cesado de ser
útil”. Por eso es una verdadera virtud ajedrecística replantearse una
combinación emprendida, dar marcha atrás o encauzarla hacia un sitio
insospechado (pg. 179). Como en la vida, creemos que controlamos el entorno, y
lo controlamos hasta cierto punto, pero debemos plegarnos también a sus
presiones si queremos sobrevivir. Las piezas de uno forman parte de uno mismo,
somos nosotros, su alma, sus sistema, y de nada sirve quejarse de tener dos
caballos en vez de tres o de haber perdido un peón en un descuido, uno tiene
que seguir luchando, sobreponerse y ofrecer toda la resistencia que pueda hasta
el final.
Lo que distingue a un gran
maestro de un jugador mediocre (y lo sé a causa misma de mi mediocridad) es
sobre todo la eficacia del gran maestro a la hora de hacer valer una ventaja,
por mínima que ésta sea. He tenido la misma experiencia del autor, cuando
competía, ajedrecísticamente hablando, de perder una partida en su final, por
descuido, pereza, falta de atención, cuando había salido con mucha ventaja
después de las complicaciones del medio juego, que siempre me han gustado más
que las sutilezas posicionales de los finales. Lo mío en ajedrez –como buen
andaluz- es el abigarramiento, el barroquismo combinatorio… Pero “hasta el rabo
todo es toro”, podríamos decir. “Es demasiado triste que en la vida pueda pasar
como en el ajedrez, en el cual una mala jugada puede forzarnos a dar por perdida
la partida, con la diferencia de que en la vida no podemos empezar luego una
segunda partida de desquite” (Freud, cit. en pg. 186, nota 15).
Por mucho que nos resistamos
a que lo convencional sea arbitrario, hay que reconocer que el ajedrez es una
ficción humana. Gracias a Dios, no pierdo la cabeza ni la reina de mi casa cada
vez que amenazan de muerte a mi rey. Y siempre revivo con la posibilidad, aún
lejana, de una revancha. En un impresionante cuento de Fredric Brown, que sin
duda conoce Francisco J., titulado “Final”, una de las piezas cobra vida para
lamentar más la incredulidad que la muerte del obispo Tibault (el álfil
blanco): “luchamos y morimos, pero no sabemos por qué”. Había dejado de creer
en Dios para creer en dioses que jugaban con nosotros y no se preocupaban en
absoluto de nosotros como personas”… “sin fe no somos nada”. Por fin las blancas
triunfan –menos mal-. Una voz que procede del cielo dice serenamente: “Jaque
mate”. Pero entonces ocurre lo peor, todos, blancos y negros se precipitan hacia
una caja monstruosa, como un enorme ataúd. “El rey, mi señor feudal, también se
desliza sobre el tablero… “No es justo; no está bien; no es…”
[1] El
Búho Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía. D. L:
CA-834/97. - ISSN 1138-3569.
Publicado en www.elbuho.aafi.es.
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