Bobby Fischer: la infancia del pequeño diablo (II)
“En el
colegio, Bobby estaba siempre callado y poco interesado en las clases.
De vez en cuando sacaba su pequeño tablero de bolsillo y se ponía a
jugar algunas partidas. Invariablemente era descubierto por el profesor,
que le decía: «Fischer, no puedo obligarte a escuchar la lección ni
puedo impedir que juegues al ajedrez, pero hazlo por mí, por favor deja
el tablero». Bobby, cortésmente, dejaba el tablero a un lado y se
quedaba sentado en un pétreo silencio. Y todos sabíamos, incluido el
profesor, que seguía jugando al ajedrez en su cabeza”
Su mundo era el ajedrez.
El pequeño Bobby se sentía preparado para hacer del ajedrez su vida y
centrar en ello todos sus esfuerzos de cara al futuro. Si bien antes de
los doce años no había sido un niño prodigio como tal, al menos no uno
especialmente brillante, entre los trece y los quince años experimentó
un proceso de explosión ajedrecística completamente inaudito en un
adolescente de esa edad.
Después de que su espectacular partida contra el maestro Donald Byrne
hubiese recorrido las publicaciones especializadas de todo el mundo,
haciendo que su talento en ebullición fuese entusiásticamente reconocido
por varios los más importantes maestros incluso de la Unión Soviética,
el todavía niño pensaba que era momento de dar el salto definitivo a la
competición adulta. No ya sólo como invitado especial en algún que otro
torneo, sino como participante de pleno derecho. No se trataba
únicamente de un impetuoso deseo del siempre competitivo Bobby, sino que
su ascenso en los rankings empezaba a respaldar aquella decisión. No
quería seguir jugando ajedrez para niños. Porque, de hecho, no jugaba
ajedrez para niños.
1957 fue el año en que se produjo ese
salto. Aunque, eso sí, empezó participando una vez más en el Campeonato
Junior de los EEUU, donde como todo el mundo ya esperaba volvió a
arrasar sin contemplaciones. La organización del campeonato, por cierto,
cometió el desliz de ofrecer exactamente el mismo premio que el año
anterior: una máquina de escribir. Detalle que, como Pablo Morán
recordaba divertido en uno de sus libros, no hizo muy feliz a Bobby,
que ahora poseía dos mecanográficas exactamente iguales. Aquella sería
la última ocasión en que Fischer se dejaría ver en una competición
juvenil. Las competiciones juveniles se le habían quedado pequeñas,
simple y llanamente.
Tras aquel segundo título junior empezó a
centrarse únicamente en torneos adultos. Volvió al US Open, donde el
año anterior había obtenido un aceptable resultado, aunque esta vez
superó las expectativas y quedó clasificado en primer lugar. Era su
primera victoria en un torneo adulto. Ya por entonces había empezado a
recibir invitaciones del extranjero —por ejemplo, se desplazó brevemente
a Cuba para un torneo de exhibición— pero las declinó para poder
inscribirse por primera vez en el Campeonato de los Estados Unidos,
donde se enfrentaría a los doce mejores jugadores del país, algo a lo
que ya tenía derecho gracias a su veloz avance en el escalafón. No había
finalizado el colegio y ya competía por la corona nacional.
Durante años, el campeonato
estadounidense había estado dominado por un pequeño puñado de nombres,
las auténticas fuerzas vivas del ajedrez estadounidense: Larry Evans, Arthur Bisguier, Arnold Denker y muy especialmente el veterano Gran Maestro Samuel Reshevsky,
principal dominador de los escaques americanos, uno de los grandes
nombres a nivel muncial y uno de los escasísimos jugadores occidentales
que había podido crear cierta inquietud a los todopoderosos soviéticos.
Todos esos grandes jugadores iban a estar presentes en el Campeonato
estadounidense de 1957. Ahora Bobby ya no estaría rodeado de juveniles
—aunque, incluso entre los juveniles, él había sido el más pequeño— sino
de campeones consagrados que en algún caso tenían incluso reputación
mundial. Sin embargo, como se pondría de manifiesto muchas veces en el
futuro, aquello era algo que lo preocupaba más bien poco. El enfrentarse
al status quo nunca fue algo que lo intimidase ni siquiera a tan
temprana edad. Ya se había demostrado a sí mismo que podía vencer a
ajedrecistas consagrados; llevaba desde los ocho años derribando
murallas para intentar ser cada vez mejor y aquellos prestigiosos
nombres eran sólo nuevas murallas que intentar derribar. Asi que, lejos
de acudir a su primera gran competición acomplejado o acobardado, el
chaval flacucho de Brooklyn se presentó repleto de confianza en sí
mismo.
Las previsiones en torno a su papel
anticipaban una actuación “discreta”, en paralelo con la que había
obtenido en el torneo Rosenwald del año anterior, el único evento al que
había acudido que había sido más o menos comparable en magnitud. Por
ejemplo, uno de sus inminentes rivales, Arthur Bisguier (que había
ganado el título nacional un par de años antes para volver a perderlo
frente a Reshevsky) vaticinó: “Bobby debería finalizar ligeramente
por encima de la mitad de la tabla. Es, muy posiblemente el más dotado
de todos los jugadores del campeonato, pero aun así no tiene suficiente
experiencia en torneos de esta consistencia y fuerza”. Una previsión razonable, con la que probablemente todo el mundo hubiese estado de acuerdo.
Todo el mundo… excepto una persona,
claro. Bobby Fischer llegó, vio y venció. Sin perder una sola partida
(+8=5-0) y reduciendo a escombros el establishment ajedrecístico
norteamericano, se proclamó campeón absoluto de los Estados Unidos. Fue,
ni que decir tiene, el jugador más joven de la Historia en conseguir
semejante hazaña. Ya era oficialmente el mejor ajedrecista del país. Con
ello, además, se ganaba una plaza para participar en su primera gran
competición internacional, el Torneo Interzonal, donde los mejores
jugadores profesionales de los cinco continentes peleaban por una
oportunidad para disputar el campeonato mundial. Bobby Fischer había
pegado una patada en la puerta de la élite, dispuesto a colarse entre
los mejores.
Tenía catorce años.
…y todos sabíamos que estaba jugando partidas en su cabeza
“Bobby
era muy intenso, se lo tomaba todo muy en serio, pero cuando algo le
parecía gracioso tenía una gran risa. Es como si intentase retenerla,
pero de repente soltaba esa gran y explosiva carcajada, como si fuese
una vía de escape. Siempre nos llevamos bien. Podía ser muy divertido,
pero el tema de conversación era casi siempre el ajedrez (…) Fischer era
un buen chico, aunque muy ingenuo en cualquier cosa que no fuese el
ajedrez. Todo era ajedrez para él, cada momento del día” (Ron Gross,
amigo de la infancia)
Pese a la precaria condición económica
de su familia, la mediación de la gente del mundillo ajedrecístico de la
ciudad permitió que Bobby Fischer pudiese acudir a una importante
escuela privada neoyorquina. Conociendo el talento de Bobby, lo pusieron
en contacto con el colegio Erasmus Hall y le instaron a solicitar una
plaza. Para decidir la posible admisión de Fischer, la dirección lo
sometió a pruebas que medían su capacidad intelectual… y dado que obtuvo
una puntuación superior a la de Albert Einstein,
tuvieron a bien admitirlo como alumno con una beca que le eximía de
pagar los altos costes de matrícula. El hecho de que se airease
públicamente el CI que obtuvo en su infancia, un dato frecuentemente
citado por la prensa cada vez que se hablaba de él, siempre pareció
incomodar a Fischer. Aparte de que el público se tomase aquella
puntuación como una especie de número inmutable tallado en piedra (cosa
que no es, ya que el CI se trata más bien de una indicación aproximada e
incompleta de las capacidades intelectuales generales), Fischer nunca
se prestó a repetir ese tipo de pruebas y en su edad adulta afirmó no
saber cuál era su cociente intelectual. Tampoco se necesitaba medirlo;
todo el mundo tenía claro que su capacidad era inmensa.
Aun con su prodigiosa inteligencia, las
clases en el selecto colegio Erasmus Hall no le aprovechaban demasiado.
Bien es cierto que no era un alumno conflictivo. Pese a la imagen de enfant terrible
que se ganó en años posteriores, el alumno Bobby Fischer era más bien
un niño callado, educado y de aire ausente. Pero no era un buen
estudiante. Le costaba mucho prestar atención, se pasaba horas y horas
con la mente perdida en el ajedrez. Y cuando no estaba pensando en
ajedrez, estaba haciendo dibujos de monstruos, “garabatos elaborados”
o escribiendo letras de canciones. Sus profesores lo recordarían pues
como un mal alumno y un niño retraído, más bien poco sociable, que solía
dar un brinco de alegría cuando sonaba el timbre que señalaba el final
de las clases. Con todo, tenía intereses no demasiado inusuales para
cualquier un niño de los años cincuenta: le gustaban la astronomía, los
dinosaurios, etc. Pero no mostraba demasiada facilidad para
relacionarse. Además de su particular carácter y de su anómala
inteligencia —frecuentemente citados como causas de cierta inadaptación—
hay que tener en cuenta otro detalle que por lo general se omite:
Fischer era un niño pobre en un colegio privado donde la mayoría de los
alumnos provenía de familias acomodadas, cuando no directamente ricas. A
esas edades, este detalle es algo que bien puede marcar las
diferencias. Es raro que en las biografías de Fischer se le preste poca
atención.
Bobby sólo obtenía buenos resultados en
las pocas asignaturas que captaban su interés, o en aquellas para las
que tenía una facilidad especial. Por ejemplo, se le daban
particularmente bien las clases de español. En ellas no tenía que
esforzarse ni atender, ya que heredó, al menos en parte, la facilidad
para los idiomas de Regina Fischer, su políglota madre. Pero salvo estas excepciones, su desempeño académico dejaba mucho que desear y sus notas eran malas.
Los pocos retazos que nos llegan del
retrato del Bobby Fischer en su etapa escolar proceden a veces de
fuentes tan curiosas como inesperadas. Por ejemplo, y esto ya es
casualidad, una de sus compañeras de clase se llamaba Barbara Streisand,
quien años después se convertiría como él en una de las personas más
famosas del mundo. Cuando también Fischer era famoso, Streisand confesó
que había sido amiga de Bobby en el colegio y que había experimentado
hacia él un típico enamoramiento adolescente. La cantante y actriz dijo
que Bobby era, como ella misma, un inadaptado dentro del aula. Contaba
que solían almorzar juntos todos los días y recordaba a Bobby bien
riendo a carcajadas mientras leía la revista humorística Mad, o bien, más habitualmente, completamente callado y con la mirada perdida en el infinito: “Fischer estaba siempre solo y era muy peculiar, pero a mí me parecía muy sexy”.
Al parecer, el amor platónico de la
Streisand no fue correspondido y se quedó en una simple amistad. Después
de que la actriz contase la anécdota a los medios se produjo una
inevitable ola de curiosidad sobre la insólita coincidencia escolar
entre dos de las personas más famosas del país. La prensa, de hecho,
preguntó a un Fischer ya adulto sobre su amistad adolescente con Barbara
(por entonces ella ya escribía su nombre como “Barbra”) y él respondió
con su característico escapismo, habitual a la hora de afrontar las
cuestiones más personales:
Reportero: ”Bobby, ¿es verdad que cuando estabas en la secundaria, Barbara Streisand era una de tus compañeras de clase?”
Fischer: “¡Eso he oído! Recuerdo una chica de aspecto tímido. Quizá era ella, no lo sé. ”
Reportero: “Ella era tu mejor amiga, de acuerdo a las informaciones.”
Fischer: “No, no lo creo, no, no. No, en absoluto.”
Fischer: “¡Eso he oído! Recuerdo una chica de aspecto tímido. Quizá era ella, no lo sé. ”
Reportero: “Ella era tu mejor amiga, de acuerdo a las informaciones.”
Fischer: “No, no lo creo, no, no. No, en absoluto.”
No hay que descartar que Fischer sí
recordase bien a Barbara Streisand y más si habían tenido cierta
relación cercana: el ajedrecista nunca se caracterizó por su mala
memoria, precisamente. Pero también sabemos que Fischer detestaba ser
objeto de cotilleos, así que tampoco resulta extraño que negase
enfáticamente que la cantante hubiese sido su amiga en el colegio. Era
una manera como cualquier otra de detener las elucubraciones de la
prensa.
Sea como fuere, el expediente escolar de
Bobby Fischer fue bastante pobre y sólo permaneció en los estudios
hasta los dieciséis años, es decir, la edad legal hasta la que estaba
obligado a asistir a clases. La única formación que le interesaba era la
relacionada con el ajedrez —ahí sí se aplicaba con férrea
determinación— y afirmaba sin tapujos que “el colegio es inservible, aquí no te enseñan nada”.
Nada relacionado con el ajedrez, evidentemente. En su casa, en cambio,
era capaz de pasarse horas estudiando teoría ajedrecística sin parar,
aplicando una energía y disciplina de la que carecía completamente en
los estudios formales. Incluso aprendió ruso para poder entender los
mejores libros sobre ajedrez del momento, los manuales soviéticos, a lo
cual ayudó el que Regina Fischer —que había estudiado en Rusia y
simpatizaba con los comunistas— escuchase habitualmente Radio Moscú en
el domicilio familiar. Pero Bobby no desarrollaba la misma fluidez en
los idiomas que su madre, para él eran solamente un instrumento
orientado, cómo no, al tablero; dejaba de esforzarse por aprender ruso
en cuanto sabía lo suficiente como para poder manejarse en aquello que
le interesaba. Su madre hablaba un perfecto ruso, pero los ajedrecistas
soviéticos todavía hoy recuerdan que, aunque Bobby Fischer leía y
entendía bien el ruso, lo hablaba de forma más bien titubeante e
insegura.
Aquella fijación fanática por la
práctica y el estudio continuos del juego —unida, por supuesto, a sus
extraordinarias condiciones naturales— fue lo que, con los años,
permitió a Bobby Fischer romper la hegemonía soviética prácticamente en
solitario, revolucionando el ajedrez como nunca se había visto. Aunque
durante sus primeros años tuvo mentores y entrenadores, como Carmine Nigro o Jack Collins
—con quien tuvo además estrecha relación personal, siendo lo único
remotamente parecido a una figura paternal— fue básicamente un
autodidacta. Para él los entrenadores eran una ayuda más, como los
manuales o los torneos de práctica, pero en realidad Fischer se
entrenaba a sí mismo. A cualquier otra persona le resultaba imposible
intentar imponerle un programa de aprendizaje. Era él quien se imponía
su propio programa según su propio criterio, y este criterio consistía
en no separarse de su tablero.
Bobby viaja a la Unión Soviética
“Cuando empecé, los rusos eran mis héroes” (Bobby Fischer)
“Esperaba
encontrar a un jovenzuelo vestido de forma estrafalaria, haciendo
comentarios groseros todo el tiempo, pero fue un enorme placer
encontrarme a una persona tan distinta” (Alexander Kotov)
A los quince años, Bobby estaba
clasificado para el Torneo Interzonal que iba a celebrarse en Portoroz,
Yugoslavia. Es decir, iba a formar parte de la más alta competición
ajedrecística del planeta. Pero existía un serio problema: no disponía
de dinero para efectuar el viaje. El ajedrez norteamericano, a
diferencia del soviético, no era realmente profesional e incluso alguien
tan relevante como Samuel Reshevsky trabajaba como contable. Y Bobby,
un escolar de familia humilde, no podía financiarse la aventura
internacional. Es más, los soviéticos le habían ofrecido visitar Moscú
acompañado de su hermana Joan (quien por entonces
contaba diecinueve años) antes del Interzonal, pero probablemente
desconocían que Bobby no tenía con qué pagarse los billetes de avión.
Sin embargo, pese a este inconveniente, él mostraba su determinación:
“Iré aunque tenga que ser nadando”
Regina Fischer, tras entender que no
conseguiría separar a su hijo del ajedrez, había dado un giro de ciento
ochenta grados y ahora se dedicaba a respaldar con entusiasmo la
incipiente carrera de Bobby, por ejemplo acompañándolo a los torneos,
algo que incomodaba bastante al joven jugador. Organizó una colecta y
rápidamente recaudó el dinero necesario para el viaje, dado que su
retoño ya se estaba empezando a hacer célebre como una especie de nuevo Einstein
americano. Pero Bobby entró en cólera cuando se enteró. Aquella era la
primera muestra de una de las características típicas de su
personalidad: jamás aceptaba lo que él consideraba un acto de caridad
pública. Aquel dinero le parecía el vergonzoso producto de las súplicas
de su madre y el orgullo le impedía aceptarlo, lo cual, podemos
aventurar, estaba íntimamente relacionado con la manera en que había
vivido las malas condiciones económicas de su infancia y quizá también
con su experiencia en el Erasmus Hall, rodeado de alumnos provenientes
de familias adineradas. Tal fue su disgusto al saber sobre la colecta
que hizo que su madre devolviese todo lo recaudado. Prefería,
literalmente, no acudir a Portoroz que usar el dinero que su madre había
mendigado sin su conocimiento. Y de nuevo estaba sin blanca.
Fue curiosamente un programa de televisión el que salió al quite. El tímido Bobby fue invitado al programa I’ve got a secret,
haciendo una breve aparición en la que un concursante tenía que
adivinar quién era Fischer y por qué estaba allí (el motivo, obviamente,
era su precoz título de campeón nacional). La filmación es una pieza de
museo: vemos al joven Fischer siendo él mismo y no resulta difícil
entender por qué despertaba simpatía entre los ajedrecistas adultos.
Aparece en el estudio algo avergonzado pero pronto a sonreír,
ligeramente fuera de lugar, y todavía lo rodea un aura decididamente
infantil. Los maestros que lo conocían, de hecho, siguieron viéndolo
como un niño durante bastantes años, conociendo su inmadurez emocional.
En la filmación, Bobby sonríe abiertamente cuando alguien de entre el
público lo jalea por ser del barrio de Brooklyn, y da las gracias
asombrado cuando le entregan por sorpresa los billetes de avión para que
su hermana y él viajen a Moscú, mientras el presentador dice “ha
recibido una invitación para ir a Rusia y a Yugoslavia para enfrentarse a
los mejores jugadores del mundo en una competición internacional… lo
único que ha prevenido a este joven de aceptar esa invitación es la
falta de dinero para el transporte, lo cual es comprensible. Creemos que
sería una vergüenza que un americano haya de perder por no presentarse”.
Lo dicho, una muestra de cómo fue visto
Bobby en aquellos tiempos: como lo que era, un chico de barrio cuyo
talento le estaba llevando más lejos de lo que la economía de su familia
podía afrontar. Es uno de esos momentos que podemos presenciar gracias a inventos como Youtube.
Bobby y Joan Fischer viajaron finalmente
a Moscú. Aunque años más adelante Fischer terminó —no por decisión
propia— encarnando al bando occidental en la Guerra Fría al convertirse
en el principal adversario individual de todo el sistema soviético, su
figura siempre fue vista con simpatías en la URSS. Muy especialmente
durante sus inicios. En una nación donde el ajedrez era tan popular y
sus campeones eran considerados ídolos, un prodigio como Bobby sólo
podía despertar curiosidad e interés. El aprecio de los soviéticos hacia
el ajedrez podía ser en parte producto de la propaganda, pero era un
aprecio sincero y también fue sincero el aprecio que mostraron hacia
Bobby. Además, sabían que Fischer había crecido admirando a los
ajedrecistas soviéticos y aprendiendo de ellos, estudiando sus libros y
repasando sus partidas, así que deportivamente hablando los rusos lo
consideraban casi como un hijo adoptivo. En Moscú fue recibido con los
brazos abiertos, tratado como una verdadera celebridad y agasajado con
multitud de oropeles que, todo sea dicho, lo aburrían sobremanera. El
que le presentaran a artistas y estrellas del fútbol o el que lo
pretendieran invitar al ballet Bolshoi le fastidiaba bastante. Él sólo
quería jugar al ajedrez y conocer a los grandes maestros. Se sintió
especialmente molesto porque no le presentaron al entonces campeón
mundial Vasili Smyslov. Siendo como era el campeón de
los Estados Unidos, no entendió por qué tenía que conocer a tanto
futbolista y tanta celebridad, y no al campeón soviético. Pensó que
aquello suponía una cierta falta de respeto profesional y, aunque
todavía era técnicamente un amateur —o estaba en la transición hacia el
profesionalismo— y sabemos que era muy susceptible, no le faltaba algo
de razón.
En cuanto pudo liberarse de molestos
compromisos sociales, Bobby se “encerró” en el club de ajedrez de Moscú
para jugar partidas rápidas (“blitz”) de la mañana a la noche contra
jóvenes promesas rusas, mientras su hermana Joan visitaba museos, acudía
al teatro y paseaba por la ciudad. En aquellas jornadas moscovitas
Bobby arrasó sobre el tablero a la flor y nata de los jóvenes jugadores
soviéticos. Era tal su superioridad que, aunque se trataba de partidas
amistosas, la federación rusa terminó llamando a Tigran Petrosian,
un temible jugador de veintinueve años —futuro campeón mundial, por más
señas— para que le parase los pies a aquel quinceañero que estaba
humillando a las nuevas generaciones del país. El poderoso Petrosian,
claro, puso fin a la racha del inexperto Bobby. Aun así, Fischer se las
arregló para conseguir ganarle algunas partidas al experimentado Tigran;
el ajedrez rápido o “blitz” siempre fue una de las especialidades de
Bobby. Es más; muchos años después, asombró a algunos de sus antiguos
contrincantes soviéticos cuando demostró que ¡podía recordar al dedillo
varias de aquellas partidas!
En años posteriores, Fischer
protagonizaría avinagrados enfrentamientos con los jugadores soviéticos,
aunque siempre en el ámbito deportivo. Llegó incluso a acusarlos de
manipular ciertas competiciones. Pero en lo personal nunca dejó de
mantener buenas relaciones con varios de ellos y siempre fue considerado
—no sólo en la URSS sino en el resto del mundillo ajedrecístico— como
un heredero espiritual del ajedrez ruso.
El Torneo Interzonal: Fischer entra definitivamente en la Historia
Tras su paso por Moscú, Bobby se dirigió
a Yugoslavia para disputar el Interzonal. Lo que Fischer iba a
encontrar allí no tenía nada que ver con el nivel de la competición
norteamericana. En EEUU había varios muy buenos jugadores, pero como
hacíamos notar más arriba, sólo Reshevsky había estado verdaderamente
entre los punteros del mundo hasta el punto de plantar cara a los
soviéticos.
En Portoroz, excepto el campeón mundial Smyslov y su máximo rival, el tres veces campeón Mikhail Botvinnik
(ambos se estaban jugando la corona en un match de revancha, porque el
primero había destronado al segundo) estaría presente una buena
representación de lo mejor del planeta. Empezando por un abrumador
cuarteto soviético, encabezado por el nuevo fenómeno de veintidós años Mikhail Tal
(el gran artista del tablero, un talento genial quizá comparable al de
Fischer y que en un par de años obtendría el título mundial) y los pesos
pesados Petrosian, Averbach y Bronstein, además del húngaro Benko y el yugoslavo Gligoric.
Junto a ellos, otro buen número de experimentados Maestros de los cinco
continentes. El objetivo era quedar clasificado entre los seis primeros
de la tabla para poder participar más adelante en el Torneo de
Candidatos, donde se decidiría quién iba a disputarle el título al que
ganase la revancha entre Smyslov y Botvinnik.
Bobby, francamente, había llegado ya
todo lo lejos que la lógica dictaba que podía llegar. Resultaba
suficientemente increíble que hubiese dominado el ajedrez norteamericano
a su edad y sin prácticamente experiencia alguna en la alta
competición, pero plantarse entre los seis primeros clasificados del
Interzonal era una hazaña impensable. No sólo era cuestión de talento,
sino de bagaje, de conocer cómo funcionaba un evento tan grande y sobre
todo de ser capaz de dominar la presión, los nervios, etc. Además, era
la primera vez que jugaba un torneo internacional importante, fuera de
su país, y siendo, cómo no, el foco de atención (¡un quinceañero en el
Interzonal, rodeado de los mejores Grandes Maestros!). Todo aquello, por
fuerza, tenía que venírsele encima. Además nadie consideraba que su
ajedrez estuviese lo bastante maduro como para hacer frente a los
desafíos de este nuevo nivel de competición. Nadie creía en las
posibilidades de Bobby. Excepto, una vez más, él mismo.
No debemos pensar que sus esperanzas eran irrealistas. Como diría Kasparov
más adelante, Bobby podía tener muchas ideas equivocadas sobre el mundo
y sobre la vida, pero ante un tablero de ajedrez, y desde muy joven,
era sencillamente clarividente. Él mismo era consciente de la dificultad
de la tarea, pero hizo sus cálculos: si conseguía vencer a algunos de
los jugadores menos fuertes —a fin de cuentas, ya había batido a algunos
Maestros norteamericanos— y al mismo tiempo conseguía empates contra
varios de los más peligrosos, podría reunir suficiente puntuación como
para aspirar a la clasificación. Pero, ¿quién más podía creer en aquel
plan? Por mucho talento que tuviese Fischer, y estaba claro que lo
tenía, los mejores jugadores del mundo, y muy especialmente los rusos,
iban a ocasionarle unas cuantas derrotas. Pues bien: para asombro del
mundo del ajedrez en pleno, Fischer obtuvo un resultado de +6-2=12,
perdiendo sólo dos partidas (¡consiguió obtener tablas frente a los
cuatro Grandes Maestros soviéticos!). En la clasificación final quedó
empatado en el 5º-6º puesto con el islandés Olaffson
—uno de los dos únicos jugadores que lograron batirle en el Interzonal— y
sólo por detrás de los super-pesos pesados Tal, Gligoric, Benko y
Petrosian. Jugadores, periodistas y espectadores estaban atónitos, Como
dijo el soviético Averbach: “en la batalla sobre el
tablero, este joven —casi un niño— se mostró como un luchador con todas
las de la ley, demostrando una asombrosa compostura, un cálculo preciso
y unos recursos diabólicos”. Y, aunque parezca mentira, Bobby no quedó contento con aquel quinto puesto. Pensó que podía haber aspirado a más.
De todos modos, con aquel quinto lugar y
por improbable que hubiera parecido antes de empezar el torneo, el
joven norteamericano quedaba clasificado para el Torneo de Candidatos.
Así, Bobby Fischer se convertía en uno de los diez mejores jugadores del
mundo y obtenía automáticamente el título de Gran Maestro. Tenía quince
años, seis meses y un día; el Gran Maestro más joven que el mundo había
visto hasta entonces (hoy los hay incluso más jóvenes, pero el título
se concede con mayor facilidad y desde luego ninguno ha tenido que
realizar semejantes hazañas para obtenerlo).
Allí terminaba su infancia ajedrecística
y comenzaba una carrera profesional repleta de imprevistos, desplantes,
abandonos, polémicas, revuelo mediático y político, un nuevo estilo de
ajedrez que maravilló a propios y extraños, y sobre todo un aura de
leyenda que —para bien o para mal— lo convirtió en uno de los personajes
más emblemáticos del siglo XX. Bobby Fischer es más que ajedrez; es
Historia. Y su historia no es cualquier historia. Aún queda mucho que
contar sobre él, y lo haremos, sin duda alguna. Hablaremos de su paso (y
sus ausencias) por los Torneos de Candidatos, de sus idas y venidas,
del modo en que tuvo al mundo en vilo hasta 1972 —año de su coronación— y
más allá.
“Bobby
es el mejor jugador de ajedrez que este país nunca ha producido. Su
memoria para los movimientos, su brillantez para soñar combinaciones, y
su fiera determinación por ganar son asombrosas. No sólo predigo su
triunfo sobre Botvinnik, sino que iré más allá y afirmo que será
probablemente el más grande jugador de ajedrez que jamás haya existido”
(Jack Collins, entrenador de Fischer durante su adolescencia)
(Jack Collins, entrenador de Fischer durante su adolescencia)
“Mi hermana me compró un tablero en la tienda de caramelos y me enseñó a mover las piezas” (Robert James Fischer)
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