sábado, 5 de marzo de 2016

BOBBY FISCHER EL NIÑO REBELDE II

Bobby Fischer: la infancia del pequeño diablo (II)

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“En el colegio, Bobby estaba siempre callado y poco interesado en las clases. De vez en cuando sacaba su pequeño tablero de bolsillo y se ponía a jugar algunas partidas. Invariablemente era descubierto por el profesor, que le decía: «Fischer, no puedo obligarte a escuchar la lección ni puedo impedir que juegues al ajedrez, pero hazlo por mí, por favor deja el tablero». Bobby, cortésmente, dejaba el tablero a un lado y se quedaba sentado en un pétreo silencio. Y todos sabíamos, incluido el profesor, que seguía jugando al ajedrez en su cabeza”
Su mundo era el ajedrez. El pequeño Bobby se sentía preparado para hacer del ajedrez su vida y centrar en ello todos sus esfuerzos de cara al futuro. Si bien antes de los doce años no había sido un niño prodigio como tal, al menos no uno especialmente brillante, entre los trece y los quince años experimentó un proceso de explosión ajedrecística completamente inaudito en un adolescente de esa edad.

Después de que su espectacular partida contra el maestro Donald Byrne hubiese recorrido las publicaciones especializadas de todo el mundo, haciendo que su talento en ebullición fuese entusiásticamente reconocido por varios los más importantes maestros incluso de la Unión Soviética, el todavía niño pensaba que era momento de dar el salto definitivo a la competición adulta. No ya sólo como invitado especial en algún que otro torneo, sino como participante de pleno derecho. No se trataba únicamente de un impetuoso deseo del siempre competitivo Bobby, sino que su ascenso en los rankings empezaba a respaldar aquella decisión. No quería seguir jugando ajedrez para niños. Porque, de hecho, no jugaba ajedrez para niños.
1957 fue el año en que se produjo ese salto. Aunque, eso sí, empezó participando una vez más en el Campeonato Junior de los EEUU, donde como todo el mundo ya esperaba volvió a arrasar sin contemplaciones. La organización del campeonato, por cierto, cometió el desliz de ofrecer exactamente el mismo premio que el año anterior: una máquina de escribir. Detalle que, como Pablo Morán recordaba divertido en uno de sus libros, no hizo muy feliz a Bobby, que ahora poseía dos mecanográficas exactamente iguales. Aquella sería la última ocasión en que Fischer se dejaría ver en una competición juvenil. Las competiciones juveniles se le habían quedado pequeñas, simple y llanamente.
Tras aquel segundo título junior empezó a centrarse únicamente en torneos adultos. Volvió al US Open, donde el año anterior había obtenido un aceptable resultado, aunque esta vez superó las expectativas y quedó clasificado en primer lugar. Era su primera victoria en un torneo adulto. Ya por entonces había empezado a recibir invitaciones del extranjero —por ejemplo, se desplazó brevemente a Cuba para un torneo de exhibición— pero las declinó para poder inscribirse por primera vez en el Campeonato de los Estados Unidos, donde se enfrentaría a los doce mejores jugadores del país, algo a lo que ya tenía derecho gracias a su veloz avance en el escalafón. No había finalizado el colegio y ya competía por la corona nacional.
collins fischer
Bobby junto a Jack Collins, con cuya familia pasaba bastante tiempo, Collins fue una de las personas más cercanas a él durante su vida.
Durante años, el campeonato estadounidense había estado dominado por un pequeño puñado de nombres, las auténticas fuerzas vivas del ajedrez estadounidense: Larry Evans, Arthur Bisguier, Arnold Denker y muy especialmente el veterano Gran Maestro Samuel Reshevsky, principal dominador de los escaques americanos, uno de los grandes nombres a nivel muncial y uno de los escasísimos jugadores occidentales que había podido crear cierta inquietud a los todopoderosos soviéticos. Todos esos grandes jugadores iban a estar presentes en el Campeonato estadounidense de 1957. Ahora Bobby ya no estaría rodeado de juveniles —aunque, incluso entre los juveniles, él había sido el más pequeño— sino de campeones consagrados que en algún caso tenían incluso reputación mundial. Sin embargo, como se pondría de manifiesto muchas veces en el futuro, aquello era algo que lo preocupaba más bien poco. El enfrentarse al status quo nunca fue algo que lo intimidase ni siquiera a tan temprana edad. Ya se había demostrado a sí mismo que podía vencer a ajedrecistas consagrados; llevaba desde los ocho años derribando murallas para intentar ser cada vez mejor y aquellos prestigiosos nombres eran sólo nuevas murallas que intentar derribar. Asi que, lejos de acudir a su primera gran competición acomplejado o acobardado, el chaval flacucho de Brooklyn se presentó repleto de confianza en sí mismo.
Las previsiones en torno a su papel anticipaban una actuación “discreta”, en paralelo con la que había obtenido en el torneo Rosenwald del año anterior, el único evento al que había acudido que había sido más o menos comparable en magnitud. Por ejemplo, uno de sus inminentes rivales, Arthur Bisguier (que había ganado el título nacional un par de años antes para volver a perderlo frente a Reshevsky) vaticinó: “Bobby debería finalizar ligeramente por encima de la mitad de la tabla. Es, muy posiblemente el más dotado de todos los jugadores del campeonato, pero aun así no tiene suficiente experiencia en torneos de esta consistencia y fuerza”. Una previsión razonable, con la que probablemente todo el mundo hubiese estado de acuerdo.
Todo el mundo… excepto una persona, claro. Bobby Fischer llegó, vio y venció. Sin perder una sola partida (+8=5-0) y reduciendo a escombros el establishment ajedrecístico norteamericano, se proclamó campeón absoluto de los Estados Unidos. Fue, ni que decir tiene, el jugador más joven de la Historia en conseguir semejante hazaña. Ya era oficialmente el mejor ajedrecista del país. Con ello, además, se ganaba una plaza para participar en su primera gran competición internacional, el Torneo Interzonal, donde los mejores jugadores profesionales de los cinco continentes peleaban por una oportunidad para disputar el campeonato mundial. Bobby Fischer había pegado una patada en la puerta de la élite, dispuesto a colarse entre los mejores.
Tenía catorce años.
…y todos sabíamos que estaba jugando partidas en su cabeza
Bobby era muy intenso, se lo tomaba todo muy en serio, pero cuando algo le parecía gracioso tenía una gran risa. Es como si intentase retenerla, pero de repente soltaba esa gran y explosiva carcajada, como si fuese una vía de escape. Siempre nos llevamos bien. Podía ser muy divertido, pero el tema de conversación era casi siempre el ajedrez (…) Fischer era un buen chico, aunque muy ingenuo en cualquier cosa que no fuese el ajedrez. Todo era ajedrez para él, cada momento del día” (Ron Gross, amigo de la infancia)

Foto escolar de Bobby Fischer.
Pese a la precaria condición económica de su familia, la mediación de la gente del mundillo ajedrecístico de la ciudad permitió que Bobby Fischer pudiese acudir a una importante escuela privada neoyorquina. Conociendo el talento de Bobby, lo pusieron en contacto con el colegio Erasmus Hall y le instaron a solicitar una plaza. Para decidir la posible admisión de Fischer, la dirección lo sometió a pruebas que medían su capacidad intelectual… y dado que obtuvo una puntuación superior a la de Albert Einstein, tuvieron a bien admitirlo como alumno con una beca que le eximía de pagar los altos costes de matrícula. El hecho de que se airease públicamente el CI que obtuvo en su infancia, un dato frecuentemente citado por la prensa cada vez que se hablaba de él, siempre pareció incomodar a Fischer. Aparte de que el público se tomase aquella puntuación como una especie de número inmutable tallado en piedra (cosa que no es, ya que el CI se trata más bien de una indicación aproximada e incompleta de las capacidades intelectuales generales), Fischer nunca se prestó a repetir ese tipo de pruebas y en su edad adulta afirmó no saber cuál era su cociente intelectual. Tampoco se necesitaba medirlo; todo el mundo tenía claro que su capacidad era inmensa.
Aun con su prodigiosa inteligencia, las clases en el selecto colegio Erasmus Hall no le aprovechaban demasiado. Bien es cierto que no era un alumno conflictivo. Pese a la imagen de enfant terrible que se ganó en años posteriores, el alumno Bobby Fischer era más bien un niño callado, educado y de aire ausente. Pero no era un buen estudiante. Le costaba mucho prestar atención, se pasaba horas y horas con la mente perdida en el ajedrez. Y cuando no estaba pensando en ajedrez, estaba haciendo dibujos de monstruos, “garabatos elaborados” o escribiendo letras de canciones. Sus profesores lo recordarían pues como un mal alumno y un niño retraído, más bien poco sociable, que solía dar un brinco de alegría cuando sonaba el timbre que señalaba el final de las clases. Con todo, tenía intereses no demasiado inusuales para cualquier un niño de los años cincuenta: le gustaban la astronomía, los dinosaurios, etc. Pero no mostraba demasiada facilidad para relacionarse. Además de su particular carácter y de su anómala inteligencia —frecuentemente citados como causas de cierta inadaptación— hay que tener en cuenta otro detalle que por lo general se omite: Fischer era un niño pobre en un colegio privado donde la mayoría de los alumnos provenía de familias acomodadas, cuando no directamente ricas. A esas edades, este detalle es algo que bien puede marcar las diferencias. Es raro que en las biografías de Fischer se le preste poca atención.
Bobby sólo obtenía buenos resultados en las pocas asignaturas que captaban su interés, o en aquellas para las que tenía una facilidad especial. Por ejemplo, se le daban particularmente bien las clases de español. En ellas no tenía que esforzarse ni atender, ya que heredó, al menos en parte, la facilidad para los idiomas de Regina Fischer, su políglota madre. Pero salvo estas excepciones, su desempeño académico dejaba mucho que desear y sus notas eran malas.
Los pocos retazos que nos llegan del retrato del Bobby Fischer en su etapa escolar proceden a veces de fuentes tan curiosas como inesperadas. Por ejemplo, y esto ya es casualidad, una de sus compañeras de clase se llamaba Barbara Streisand, quien años después se convertiría como él en una de las personas más famosas del mundo. Cuando también Fischer era famoso, Streisand confesó que había sido amiga de Bobby en el colegio y que había experimentado hacia él un típico enamoramiento adolescente. La cantante y actriz dijo que Bobby era, como ella misma, un inadaptado dentro del aula. Contaba que solían almorzar juntos todos los días y recordaba a Bobby bien riendo a carcajadas mientras leía la revista humorística Mad, o bien, más habitualmente, completamente callado y con la mirada perdida en el infinito: “Fischer estaba siempre solo y era muy peculiar, pero a mí me parecía muy sexy”.
Al parecer, el amor platónico de la Streisand no fue correspondido y se quedó en una simple amistad. Después de que la actriz contase la anécdota a los medios se produjo una inevitable ola de curiosidad sobre la insólita coincidencia escolar entre dos de las personas más famosas del país. La prensa, de hecho, preguntó a un Fischer ya adulto sobre su amistad adolescente con Barbara (por entonces ella ya escribía su nombre como “Barbra”) y él respondió con su característico escapismo, habitual a la hora de afrontar las cuestiones más personales:
Reportero:Bobby, ¿es verdad que cuando estabas en la secundaria, Barbara Streisand era una de tus compañeras de clase?”
Fischer: “¡Eso he oído! Recuerdo una chica de aspecto tímido. Quizá era ella, no lo sé. ”
Reportero: “Ella era tu mejor amiga, de acuerdo a las informaciones.”
Fischer:
“No, no lo creo, no, no. No, en absoluto.
Streisand
Barbara Streisand fue compañera de clase y según ella la mejor amiga de Fischer en la escuela, aunque él después aseguraba no recordarla.
No hay que descartar que Fischer  sí recordase bien a Barbara Streisand y más si habían tenido cierta relación cercana: el ajedrecista nunca se caracterizó por su mala memoria, precisamente. Pero también sabemos que Fischer detestaba ser objeto de cotilleos, así que tampoco resulta extraño que negase enfáticamente que la cantante hubiese sido su amiga en el colegio. Era una manera como cualquier otra de detener las elucubraciones de la prensa.
Sea como fuere, el expediente escolar de Bobby Fischer fue bastante pobre y sólo permaneció en los estudios hasta los dieciséis años, es decir, la edad legal hasta la que estaba obligado a asistir a clases. La única formación que le interesaba era la relacionada con el ajedrez —ahí sí se aplicaba con férrea determinación— y afirmaba sin tapujos que “el colegio es inservible, aquí no te enseñan nada”. Nada relacionado con el ajedrez, evidentemente. En su casa, en cambio, era capaz de pasarse horas estudiando teoría ajedrecística sin parar, aplicando una energía y disciplina de la que carecía completamente en los estudios formales. Incluso aprendió ruso para poder entender los mejores libros sobre ajedrez del momento, los manuales soviéticos, a lo cual ayudó el que Regina Fischer —que había estudiado en Rusia y simpatizaba con los comunistas— escuchase habitualmente Radio Moscú en el domicilio familiar. Pero Bobby no desarrollaba la misma fluidez en los idiomas que su madre, para él eran solamente un instrumento orientado, cómo no, al tablero; dejaba de esforzarse por aprender ruso en cuanto sabía lo suficiente como para poder manejarse en aquello que le interesaba. Su madre hablaba un perfecto ruso, pero los ajedrecistas soviéticos todavía hoy recuerdan que, aunque Bobby Fischer leía y entendía bien el ruso, lo hablaba de forma más bien titubeante e insegura.
Aquella fijación fanática por la práctica y el estudio continuos del juego —unida, por supuesto, a sus extraordinarias condiciones naturales— fue lo que, con los años, permitió a Bobby Fischer romper la hegemonía soviética prácticamente en solitario, revolucionando el ajedrez como nunca se había visto. Aunque durante sus primeros años tuvo mentores y entrenadores, como Carmine Nigro o Jack Collins —con quien tuvo además estrecha relación personal, siendo lo único remotamente parecido a una figura paternal— fue básicamente un autodidacta. Para él los entrenadores eran una ayuda más, como los manuales o los torneos de práctica, pero en realidad Fischer se entrenaba a sí mismo. A cualquier otra persona le resultaba imposible intentar imponerle un programa de aprendizaje. Era él quien se imponía su propio programa según su propio criterio, y este criterio consistía en no separarse de su tablero.

Bobby viaja a la Unión Soviética

“Cuando empecé, los rusos eran mis héroes” (Bobby Fischer)
“Esperaba encontrar a un jovenzuelo vestido de forma estrafalaria, haciendo comentarios groseros todo el tiempo, pero fue un enorme placer encontrarme a una persona tan distinta” (Alexander Kotov)
A los quince años, Bobby estaba clasificado para el Torneo Interzonal que iba a celebrarse en Portoroz, Yugoslavia. Es decir, iba a formar parte de la más alta competición ajedrecística del planeta. Pero existía un serio problema: no disponía de dinero para efectuar el viaje. El ajedrez norteamericano, a diferencia del soviético, no era realmente profesional e incluso alguien tan relevante como Samuel Reshevsky trabajaba como contable. Y Bobby, un escolar de familia humilde, no podía financiarse la aventura internacional. Es más, los soviéticos le habían ofrecido visitar Moscú acompañado de su hermana Joan (quien por entonces contaba diecinueve años) antes del Interzonal, pero probablemente desconocían que Bobby no tenía con qué pagarse los billetes de avión. Sin embargo, pese a este inconveniente, él mostraba su determinación:
“Iré aunque tenga que ser nadando”

Las autoridades soviéticas tuvieron que llamar al Maestro Petrosian porque el pequeño Bobby estaba fulminando a todo el que se cruzaba en su camino en el Club de Ajedrez de Moscú (en la foto, una partida entre ambos).

Regina Fischer, tras entender que no conseguiría separar a su hijo del ajedrez, había dado un giro de ciento ochenta grados y ahora se dedicaba a respaldar con entusiasmo la incipiente carrera de Bobby, por ejemplo acompañándolo a los torneos, algo que incomodaba bastante al joven jugador. Organizó una colecta y rápidamente recaudó el dinero necesario para el viaje, dado que su retoño ya se estaba empezando a hacer célebre como una especie de nuevo Einstein americano. Pero Bobby entró en cólera cuando se enteró. Aquella era la primera muestra de una de las características típicas de su personalidad: jamás aceptaba lo que él consideraba un acto de caridad pública. Aquel dinero le parecía el vergonzoso producto de las súplicas de su madre y el orgullo le impedía aceptarlo, lo cual, podemos aventurar, estaba íntimamente relacionado con la manera en que había vivido las malas condiciones económicas de su infancia y quizá también con su experiencia en el Erasmus Hall, rodeado de alumnos provenientes de familias adineradas. Tal fue su disgusto al saber sobre la colecta que hizo que su madre devolviese todo lo recaudado. Prefería, literalmente, no acudir a Portoroz que usar el dinero que su madre había mendigado sin su conocimiento. Y de nuevo estaba sin blanca.
Fue curiosamente un programa de televisión el que salió al quite. El tímido Bobby fue invitado al programa I’ve got a secret, haciendo una breve aparición en la que un concursante tenía que adivinar quién era Fischer y por qué estaba allí (el motivo, obviamente, era su precoz título de campeón nacional). La filmación es una pieza de museo: vemos al joven Fischer siendo él mismo y no resulta difícil entender por qué despertaba simpatía entre los ajedrecistas adultos. Aparece en el estudio algo avergonzado pero pronto a sonreír, ligeramente fuera de lugar, y todavía lo rodea un aura decididamente infantil. Los maestros que lo conocían, de hecho, siguieron viéndolo como un niño durante bastantes años, conociendo su inmadurez emocional. En la filmación, Bobby sonríe abiertamente cuando alguien de entre el público lo jalea por ser del barrio de Brooklyn, y da las gracias asombrado cuando le entregan por sorpresa los billetes de avión para que su hermana y él viajen a Moscú, mientras el presentador dice “ha recibido una invitación para ir a Rusia y a Yugoslavia para enfrentarse a los mejores jugadores del mundo en una competición internacional… lo único que ha prevenido a este joven de aceptar esa invitación es la falta de dinero para el transporte, lo cual es comprensible. Creemos que sería una vergüenza que un americano haya de perder por no presentarse”.

Lo dicho, una muestra de cómo fue visto Bobby en aquellos tiempos: como lo que era, un chico de barrio cuyo talento le estaba llevando más lejos de lo que la economía de su familia podía afrontar. Es uno de esos momentos que podemos presenciar gracias a inventos como Youtube.

Bobby y Joan Fischer viajaron finalmente a Moscú. Aunque años más adelante Fischer terminó —no por decisión propia— encarnando al bando occidental en la Guerra Fría al convertirse en el principal adversario individual de todo el sistema soviético, su figura siempre fue vista con simpatías en la URSS. Muy especialmente durante sus inicios. En una nación donde el ajedrez era tan popular y sus campeones eran considerados ídolos, un prodigio como Bobby sólo podía despertar curiosidad e interés. El aprecio de los soviéticos hacia el ajedrez podía ser en parte producto de la propaganda, pero era un aprecio sincero y también fue sincero el aprecio que mostraron hacia Bobby. Además, sabían que Fischer había crecido admirando a los ajedrecistas soviéticos y aprendiendo de ellos, estudiando sus libros y repasando sus partidas, así que deportivamente hablando los rusos lo consideraban casi como un hijo adoptivo. En Moscú fue recibido con los brazos abiertos, tratado como una verdadera celebridad y agasajado con multitud de oropeles que, todo sea dicho, lo aburrían sobremanera. El que le presentaran a artistas y estrellas del fútbol o el que lo pretendieran invitar al ballet Bolshoi le fastidiaba bastante. Él sólo quería jugar al ajedrez y conocer a los grandes maestros. Se sintió especialmente molesto porque no le presentaron al entonces campeón mundial Vasili Smyslov. Siendo como era el campeón de los Estados Unidos, no entendió por qué tenía que conocer a tanto futbolista y tanta celebridad, y no al campeón soviético. Pensó que aquello suponía una cierta falta de respeto profesional y, aunque todavía era técnicamente un amateur —o estaba en la transición hacia el profesionalismo— y sabemos que era muy susceptible, no le faltaba algo de razón.

En cuanto pudo liberarse de molestos compromisos sociales, Bobby se “encerró” en el club de ajedrez de Moscú para jugar partidas rápidas (“blitz”) de la mañana a la noche contra jóvenes promesas rusas, mientras su hermana Joan visitaba museos, acudía al teatro y paseaba por la ciudad. En aquellas jornadas moscovitas Bobby arrasó sobre el tablero a la flor y nata de los jóvenes jugadores soviéticos. Era tal su superioridad que, aunque se trataba de partidas amistosas, la federación rusa terminó llamando a Tigran Petrosian, un temible jugador de veintinueve años —futuro campeón mundial, por más señas— para que le parase los pies a aquel quinceañero que estaba humillando a las nuevas generaciones del país. El poderoso Petrosian, claro, puso fin a la racha del inexperto Bobby. Aun así, Fischer se las arregló para conseguir ganarle algunas partidas al experimentado Tigran; el ajedrez rápido o “blitz” siempre fue una de las especialidades de Bobby. Es más; muchos años después, asombró a algunos de sus antiguos contrincantes soviéticos cuando demostró que ¡podía recordar al dedillo varias de aquellas partidas!

En años posteriores, Fischer protagonizaría avinagrados enfrentamientos con los jugadores soviéticos, aunque siempre en el ámbito deportivo. Llegó incluso a acusarlos de manipular ciertas competiciones. Pero en lo personal nunca dejó de mantener buenas relaciones con varios de ellos y siempre fue considerado —no sólo en la URSS sino en el resto del mundillo ajedrecístico— como un heredero espiritual del ajedrez ruso.

El Torneo Interzonal: Fischer entra  definitivamente en la Historia
Bobby con Mikhail Tal y Tigran Petrosian
Tres campeones mundiales en una sola foto: Bobby con Mikhail Tal y Tigran Petrosian, dos de los soviéticos que más abiertamente mostraron su admiración hacia el norteamericano.

Tras su paso por Moscú, Bobby se dirigió a Yugoslavia para disputar el Interzonal. Lo que Fischer iba a encontrar allí no tenía nada que ver con el nivel de la competición norteamericana. En EEUU había varios muy buenos jugadores, pero como hacíamos notar más arriba, sólo Reshevsky había estado verdaderamente entre los punteros del mundo hasta el punto de plantar cara a los soviéticos.

En Portoroz, excepto el campeón mundial Smyslov y su máximo rival, el tres veces campeón Mikhail Botvinnik (ambos se estaban jugando la corona en un match de revancha, porque el primero había destronado al segundo) estaría presente una buena representación de lo mejor del planeta. Empezando por un abrumador cuarteto soviético, encabezado por el nuevo fenómeno de veintidós años Mikhail Tal (el gran artista del tablero, un talento genial quizá comparable al de Fischer y que en un par de años obtendría el título mundial) y los pesos pesados Petrosian, Averbach y Bronstein, además del húngaro Benko y el yugoslavo Gligoric. Junto a ellos, otro buen número de experimentados Maestros de los cinco continentes. El objetivo era quedar clasificado entre los seis primeros de la tabla para poder participar más adelante en el Torneo de Candidatos, donde se decidiría quién iba a disputarle el título al que ganase la revancha entre Smyslov y Botvinnik.

Bobby, francamente, había llegado ya todo lo lejos que la lógica dictaba que podía llegar. Resultaba suficientemente increíble que hubiese dominado el ajedrez norteamericano a su edad y sin prácticamente experiencia alguna en la alta competición, pero plantarse entre los seis primeros clasificados del Interzonal era una hazaña impensable. No sólo era cuestión de talento, sino de bagaje, de conocer cómo funcionaba un evento tan grande y sobre todo de ser capaz de dominar la presión, los nervios, etc. Además, era la primera vez que jugaba un torneo internacional importante, fuera de su país, y siendo, cómo no, el foco de atención (¡un quinceañero en el Interzonal, rodeado de los mejores Grandes Maestros!). Todo aquello, por fuerza, tenía que venírsele encima. Además nadie consideraba que su ajedrez estuviese lo bastante maduro como para hacer frente a los desafíos de este nuevo nivel de competición. Nadie creía en las posibilidades de Bobby. Excepto, una vez más, él mismo.

No debemos pensar que sus esperanzas eran irrealistas. Como diría Kasparov más adelante, Bobby podía tener muchas ideas equivocadas sobre el mundo y sobre la vida, pero ante un tablero de ajedrez, y desde muy joven, era sencillamente clarividente. Él mismo era consciente de la dificultad de la tarea, pero hizo sus cálculos: si conseguía vencer a algunos de los jugadores menos fuertes —a fin de cuentas, ya había batido a algunos Maestros norteamericanos— y al mismo tiempo conseguía empates contra varios de los más peligrosos, podría reunir suficiente puntuación como para aspirar a la clasificación. Pero, ¿quién más podía creer en aquel plan? Por mucho talento que tuviese Fischer, y estaba claro que lo tenía, los mejores jugadores del mundo, y muy especialmente los rusos, iban a ocasionarle unas cuantas derrotas. Pues bien: para asombro del mundo del ajedrez en pleno, Fischer obtuvo un resultado de +6-2=12, perdiendo sólo dos partidas (¡consiguió obtener tablas frente a los cuatro Grandes Maestros soviéticos!). En la clasificación final quedó empatado en el 5º-6º puesto con el islandés Olaffson —uno de los dos únicos jugadores que lograron batirle en el Interzonal— y sólo por detrás de los super-pesos pesados Tal, Gligoric, Benko y Petrosian. Jugadores, periodistas y espectadores estaban atónitos, Como dijo el soviético Averbach: “en la batalla sobre el tablero, este joven —casi un niño— se mostró como un luchador con todas las de la ley, demostrando una asombrosa compostura, un cálculo preciso y unos recursos diabólicos”. Y, aunque parezca mentira, Bobby no quedó contento con aquel quinto puesto. Pensó que podía haber aspirado a más.

De todos modos, con aquel quinto lugar y por improbable que hubiera parecido antes de empezar el torneo, el joven norteamericano quedaba clasificado para el Torneo de Candidatos. Así, Bobby Fischer se convertía en uno de los diez mejores jugadores del mundo y obtenía automáticamente el título de Gran Maestro. Tenía quince años, seis meses y un día; el Gran Maestro más joven que el mundo había visto hasta entonces (hoy los hay incluso más jóvenes, pero el título se concede con mayor facilidad y desde luego ninguno ha tenido que realizar semejantes hazañas para obtenerlo).

Allí terminaba su infancia ajedrecística y comenzaba una carrera profesional repleta de imprevistos, desplantes, abandonos, polémicas, revuelo mediático y político, un nuevo estilo de ajedrez que maravilló a propios y extraños, y sobre todo un aura de leyenda que —para bien o para mal— lo convirtió en uno de los personajes más emblemáticos del siglo XX. Bobby Fischer es más que ajedrez; es Historia. Y su historia no es cualquier historia. Aún queda mucho que contar sobre él, y lo haremos, sin duda alguna. Hablaremos de su paso (y sus ausencias) por los Torneos de Candidatos, de sus idas y venidas, del modo en que tuvo al mundo en vilo hasta 1972 —año de su coronación— y más allá. 

“Bobby es el mejor jugador de ajedrez que este país nunca ha producido. Su memoria para los movimientos, su brillantez para soñar combinaciones, y su fiera determinación por ganar son asombrosas. No sólo predigo su triunfo sobre Botvinnik, sino que iré más allá y afirmo que será probablemente el más grande jugador de ajedrez que jamás haya existido”
(Jack Collins, entrenador de Fischer durante su adolescencia
)
“Mi hermana me compró un tablero en la tienda de caramelos y me enseñó a mover las piezas” (Robert James Fischer)


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