domingo, 6 de marzo de 2016

BOBBY FISCHER EL JOVEN INQUIETO

Bobby Fischer (III): L’enfant terrible

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Pinball
“Asumimos que los genios son criaturas bendecidas que no tienen que trabajar duro para conseguir sus objetivos. Lo que es difícil para nosotros, resulta fácil para ellos. Pero Bobby, cuando era un niño —con un cociente intelectual que bordeaba los 200 puntos— le dedicaba al ajedrez de diez a quince horas de esfuerzo mental y fuerte concentración, algo que mataría a una persona normal… o al menosme mataría a mí” (Dick Cavett)


 
Llegó, vio… pero dio unas cuantas vueltas sin rumbo fijo antes de vencer. El mayor niño prodigio de los años cincuenta se hizo notar por su imprevisible carácter mucho antes de convertirse en el campeón mundial. Sin haber cumplido la veintena ya se había enfrentado al establishment ajedrecístico, a los organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos, a su propia madre. Era él contra todos; no toleraba que nadie le dijese lo que tenía que hacer y cuando pensaba que tenía razón no se doblegaba ante nada, renunciando incluso a dinero o títulos. Durante los años sesenta desperdició dos ocasiones valiosísimas de pelear por el título mundial y a punto estuvo de dejar pasar una tercera. La mayor parte del público conoce, aunque sea superficialmente, su tenso encuentro contra Boris Spassky en 1972, cuando la Guerra Fría parecía estar jugándose sobre un tablero de ajedrez y los medios de comunicación del planeta entero estaban pendientes del evento; todos hemos visto imágenes de aquella final mundial que revestía tintes políticos, casi prebélicos. También son bien conocidos los problemas que tuvo tras su retirada (o más bien tras su sorprendente reaparición en 1992) y sus tristes años finales, implacablemente perseguido por la ley de su propio país y además convertido en un extremista cuyas opiniones fueron juzgadas por muchos como propias de un demente. En todo caso, la mayoría de documentales sobre su vida que podemos ver por ahí suelen centrarse en esas dos etapas: el duelo con Spassky y la decadencia personal. Pero mucho antes de eso nuestro protagonista ya se había convertido en una figura mediática universal: a lo largo de los años, su peculiar personalidad y su tremendo carisma fueron transformando a Bobby Fischer el deportista más famoso del mundo, junto a Muhammad Ali y tal vez Pelé, aun sin haber ganado todavía la corona mundial. Su carrera deportiva en aquellos años previos al título fue de lo más accidentada, pero también extremadamente brillante. Es más, en sus mejores momentos fue una de las carreras más brillantes que hayan existido en cualquier deporte. Fischer fue una figura fundamental para el ajedrez, complejísima disciplina que prácticamente llegó a reinventar por sí solo, pero además fue un individuo único en la Historia. En su momento ya dedicamos un artículo a narrar su infancia (primera parte,  segunda parte), así que iba siendo hora de hablar de otro período de su vida: los años que transcurrieron entre su nombramiento como Gran Maestro a los quince años y su definitiva consagración como mejor jugador del mundo; los años en que se convirtió en el enfant terrible del ajedrez.

El chaval que había escalado una montaña
“El ascenso de Fischer al estrellato se produjo siendo el más joven campeón de los Estados Unidos de la historia, en 1957, con catorce años de edad. Después dio el salto a la escena mundial. Resultaba imposible creer que un americano en solitario pudiese vencer a lo mejor que la maquinaria soviética de ajedrez era capaz de producir. Ni siquiera Walt Disney hubiese concebido la historia de una pobre madre soltera intentando terminar su propia educación mientras se mudaba con su familia constantemente, cambiando a su disperso hijo de un colegio a otro. Todo ello mientras el FBI la investigaba como potencial espía comunista. Regina Fischer fue una mujer notable y no solamente por dar vida a un campeón de ajedrez. Pese a la preocupación que le causaba el ver a Bobby pasar demasiado tiempo ante el tablero, se dio cuenta de que aquello era lo único que hacía a su hijo feliz, así que pronto promovió aquella pasión como si fuese la suya propia” (Garry Kasparov)
Una imagen poco habitual: Bobby con su única hermana, Joan Fischer.
Una fotografía poco habitual: Bobby con su única hermana, Joan Fischer, con quien tenía buena relación pero que siempre huyó de la atención mediática provocada por la creciente fama del pequeño de la familia.
En 1959, a los dieciséis años de edad, Robert James Fischer estaba en la élite del ajedrez mundial. Ya había conseguido participar en el Torneo de Candidatos, competición cumbre que se celebraba cada tres años para elegir al aspirante a Campeón Mundial… una competición a la que únicamente podían acceder ocho Grandes Maestros escogidos después de pelearse por una plaza en el también difícil Torneo Interzonal. En aquel su primer Candidatos, el quinceañero Fischer sucumbió ante los potentes jugadores soviéticos, tal y como era de prever que le sucedería a un jugador… ¡que todavía seguía en el colegio! Pero el que no hubiese ganado poco importaba: el hecho de haber llegado tan alto siendo un muchacho imberbe, de familia humilde y que apenas había contado con ayuda externa, resultaba verdaderamente sobrecogedor. Su hazaña había impactado al mundo del ajedrez como probablemente la de ningún otro jugador antes que él: había obtenido su título de Gran Maestro a una edad asombrosamente temprana, siendo con mucho el más joven en conseguirlo hasta entonces. Todo ello en unos tiempos donde no existían ordenadores para acelerar el aprendizaje en los jóvenes jugadores, como sí sucede hoy. Fischer había conseguido todo aquello casi exclusivamente por sus propios medios, gracias a su dedicación obsesiva y a sus libros de ajedrez. Libros que, para colmo, en la mayor parte de los casos eran regalados o prestados, porque ni siquiera tenía dinero para comprarlos.
Como decíamos en el artículo sobre su infancia, “Bobby” nació en Chicago —donde pasó su periodo preescolar— pero en realidad era inconfundiblemente neoyorquino. No solamente por el fuerte acento de Brooklyn con el que siempre hablaba, un acento que jamás se diluyó lo más mínimo ni siquiera cuando había pasado décadas viviendo en el extranjero. Y es que también tenía la actitud típica de aquellas partidas de ajedrez callejero características de Brooklyn, esas que tantas veces hemos visto en las películas. Por ejemplo: antes de jugar su primer Torneo Interzonal, el adolescente Fischer se refirió a buena parte de los Grandes Maestros participantes como patzers, un término más bien despectivo que se usaba entre los ajedrecistas aficionados de Manhattan para etiquetar a los malos jugadores. Así era él, un adolescente educado pero que había crecido en el corazón de Brooklyn y que se llevó consigo la arrogancia del vecindario a los salones de la realeza ajedrecística. Mientras fue un jugador en activo, nunca cambió. Si acaso, cada vez fue más él mismo.
Pese a todo, como también comentábamos en el anterior artículo, el flacucho Bobby despertaba muchas simpatías a ambos lados del Atlántico. En los Estados Unidos constituía un motivo de orgullo, sobre todo porque su ascenso había tenido visos de gesta heroica: un chaval procedente de un barrio obrero de Nueva York que se presentaba en los torneos vestido con suéters raídos y camisas baratas de cuadros, que no podía comprarse libros y que únicamente había podido acceder a un colegio privado cuando su club de ajedrez de Manhattan le había negociado una beca alegando su extraordinaria capacidad intelectual. Un chaval abandonado por su padre, que había crecido junto a su madre y su hermana mayor en un diminuto apartamento, privado de muchas comodidades que otros adolescentes estadounidenses daban por supuestas. Su corta existencia siempre había bordeado la pobreza, pero ahora no solamente dominaba el ajedrez estadounidense sino que se clasificaba en las más grandes competiciones para medirse con los Grandes Maestros soviéticos. ¡Parecía una figura de película! En la URSS, Bobby también era un personaje muy querido, hasta por la prensa del régimen… o al menos lo fue al principio. A los soviéticos no se les escapaba el hecho de que el prodigio americano había aprendido a leer ruso, había estudiado los manuales de ajedrez soviéticos y consideraba a los ajedrecistas de la URSS como sus ídolos. En el mundillo del ajedrez, Bobby Fischer era considerado casi como un “hijo adoptivo” de la escuela soviética, así que los rusos también miraban con afecto a aquel chiquillo de origen proletario. Lo veían como alguien muy diferente al típico “niño de papá” estadounidense mimado por el exceso de prosperidad. En Rusia también sabían que su madre había estudiado en Moscú y era una ferviente simpatizante comunista: un motivo más para apreciar al chiquillo estadounidense. Por si fuera poco, cuando Fischer visitó Moscú dejó buena impresión por su comportamiento humilde y sus buenas maneras.
Recorte de la época que muestra al joven Fischer jugando con pacientes de polio.
Recorte de la época que muestra al joven Fischer jugando con pacientes de polio.
Las primeras apariciones televisivas del jovencísimo Fischer contribuían a reforzar esa imagen entrañable: se mostraba educado, tímido, titubeante, con una media sonrisa avergonzada (excepto cuando lo filmaban tras alguna victoria; entonces sonreía muy abiertamente). Pero en realidad aquella conducta afable y tímida escondía un temperamento tremebundo que no tardaría en eclosionar. Dentro de Bobby se había desarrollado no solamente una férrea determinación sino también un feroz individualismo; estaba dispuesto a seguir su propio camino sin importarle lo que pudieran aconsejarle los demás. Sus ideas eran sus ideas y nadie podía cambiarlas; probablemente nadie tenía suficiente autoridad sobre él como para intentarlo, ni siquiera su propia madre. En cuanto cumplió los dieciséis años —edad hasta la que estaba legalmente obligado a escolarizarse— Bobby decidió abandonar definitivamente los estudios alegando que “no podían enseñarle nada”. Nada que le sirviera en su objetivo de convertirse en Campeón Mundial de ajedrez, claro está. No sorprende pues que, pese a su portentosa capacidad intelectual, su paso por el colegio hubiese sido bastante irregular… por no decir sencillamente mediocre. Pero, ¿qué podían importarle a él un puñado de calificaciones escolares? Él quería ser ajedrecista profesional y lo demás resultaba meramente secundario.
Había conseguido su título de Gran Maestro pero su idea de vivir del ajedrez parecía tarea complicada, ya que en EE. UU. prácticamente no existía la figura del verdadero ajedrecista profesional. Los Maestros estadounidenses (y occidentales en general) tenían que combinar la competición con sus respectivas carreras laborales, mientras que en el ámbito soviético existían enormes subvenciones estatales para los mejores jugadores, que se dedicaban al ajedrez a tiempo completo, incluidas las ayudas para desarrollar a las más jóvenes promesas. Sin embargo, Bobby se las arregló para conseguirlo a su manera: hizo sus cálculos y vio que no precisaba mucho dinero para sobrevivir. Llevando una existencia modesta podía mantenerse con lo que ganaba en torneos, exhibiciones de simultáneas, conferencias o con la venta de libros y recopilaciones de sus partidas. Habiendo crecido en la pobreza estaba más que acostumbrado a pasar apreturas y no tenía grandes necesidades que cubrir. Se quedó viviendo solo en el pequeño apartamento donde había crecido, después de discutir agriamente con su madre, cuyo ostentoso activismo político lo avergonzaba (Regina Fischer no solamente era izquierdista y oyente habitual de Radio Moscú, sino que participaba en manifestaciones y protestas públicas). También podría haber influido el que ella hubiese iniciado una relación con un hombre. Sea como fuere, después de que su hija mayor —Joan Fischer— se emancipase, Regina Fischer le dejó la pequeña vivienda a Bobby. La mujer consideraba que ya no tenía nada que aportarle, puesto que el chaval había empezado a valerse económicamente por sí mismo y tampoco ella era demasiado apta para imponerle una disciplina. Su indomable hijo resultaba cada vez más difícil de manejar. Así que el jovencísimo Fischer seguía sin tener demasiado dinero, pero ahora era un verdadero profesional, dado que realmente vivía de su amado juego-ciencia. Eso sí, su aspecto comenzó a cambiar: hasta entonces se había presentado en los torneos vestido tal y como lo hacía en su vida normal —a lo pobre—, con ropa de saldo y generalmente gastada por el uso. Sin embargo, algunos colegas ajedrecistas le aconsejaron que se comprase una vestimenta más formal para acudir a las grandes competiciones ahora que pese a su juventud era un jugador de primer orden e iba a despertar el interés de la prensa. Pronto se lo empezó a ver en los torneos ataviado con traje y corbata, atuendo que ya casi nunca abandonaría para acudir a los eventos ajedrecísticos aunque en otros ámbitos pudiese vestir de manera más informal.
Una prometedora racha de éxitos
—“¿Crees que ganarás pronto el título mundial?”
—“Tengo excelentes posibilidades. Ningún campeón fue Gran Maestro a mi edad. Quizá en 1963”
—“¿Tan pronto?”
—“Sí, ¿por qué no? Sí, creo que pronto seré campeón mundial”
(Fischer en una entrevista con el ajedrecista y periodista español Román Torán)
1960 fue un buen año para Bobby Fischer. Ya nadie albergaba dudas respecto a su inmenso talento, pero en varios torneos tuvo la ocasión de demostrar que su ascenso a la élite no había sido producto de la casualidad (cosa imposible en ajedrez por otro lado, porque sobre un tablero ¡nadie obtiene tales resultados por casualidad!). Eso sí, no aparecía en demasiadas competiciones internacionales. En realidad se dejaba ver más bien poco, lo cual se debía sobre todo a cuestiones monetarias: si no le costeaban el viaje y la estancia, no podía permitirse participar. En muchos casos prefería quedarse en casa y ofrecer exhibiciones de todo tipo en EE. UU., con las que ingresaba un dinero más fácil. Además, tenía tendencia a recluirse largas temporadas con el fin de estudiar en solitario. Aunque afirmaba que “algunos días le dedico bastantes horas al ajedrez pero otros días no miro el tablero”,  lo cierto es que su enorme capacidad de trabajo y su exhaustiva preparación fueron un factor clave en su éxito.
Sea como fuere, pese a su escasa actividad competitiva y pese al hecho de entrenar en solitario sin la asistencia de preparadores, en los pocos torneos importantes en donde sí participaba solía obtener resultados brillantes y eso era algo que nunca dejaba de asombrar a los aficionados y periodistas. Aquel año 1960, a sus dieciséis cumplidos, revalidó su título de campeón de los EE. UU. Durante su carrera, desde los catorce años de edad, jugó su campeonato nacional ocho veces… ¡y las ocho veces se llevó el título! También ganó un pequeño torneo en Islandia y compartió primera plaza en un evento de Mar del Plata, (Argentina) con el nuevo valor del ajedrez soviético, Boris Spassky, seis años mayor que él. Bobby no pudo llevarse el trofeo porque Spassky ganó la partida que los enfrentaba a ambos: en las pocas veces que se encontraron sobre un tablero antes de 1972, Fischer nunca fue capaz de vencer y durante años Boris Spassky fue su auténtica piedra en el zapato. Eso sí, ambos desarrollaron una relación bastante cordial que se mantendría incluso después de su controvertida final de 1972 (Spassky, de carácter muy noble, siempre se comportó con una caballerosidad admirable con Fischer, incluso cuando no era necesario o incluso le resultaba contrproducente a él mismo).
Regina Fischer, madre de Bobby, en una de sus protestas frente a la Casa Blanca.
Regina Fischer, madre de Bobby, activista y según algunos, “el verdadero genio intelectual de la familia” (¡imaginen eso!), frente a la Casa Blanca.
Durante aquella misma gira sudamericana de 1960, sin embargo, también hubo lugar para los tropiezos: Fischer obtuvo el peor resultado de toda su trayectoria en Buenos Aires, donde jugó el único torneo verdaderamente mediocre de su carrera profesional y el único donde no se clasificó entre los primeros puestos de la tabla. Bobby, que tenía diecisiete años por entonces, cayó a la 13ª posición del cuadro. En su día, aquel repentino bajón resultó tan sorprendente que muchos lo achacaron al cansancio o bien al estrés de una competición internacional que muy comprensiblemente podía afectar a un chaval con tan poca experiencia. Pero tiempo después se conoció a través de otros ajedrecistas el verdadero motivo de su mala actuación: durante su estancia en el torneo alguien le había presentado a una chica y Bobby terminó perdiendo la virginidad en sus horas libres. Lógicamente, su cabeza no estuvo centrada en el tablero y la puntuación final dio buena muestra de ello. Después de aquel tropezón, se propuso no volver a verse con chicas mientras estuviese participando en una competición, algo que por lo que sabemos cumplió más o menos a rajatabla hasta conseguir ser campeón mundial… aunque también es cierto que jugó muy pocos torneos durante su carrera.
Durante el año siguiente, 1961, siguió apartado de la gran competición por motivos monetarios y únicamente participó en un torneo. Eso sí,  se trató de un evento muy importante que contaba con la presencia de unos cuantos Grandes Maestros de enorme renombre, incluidos varios muy potentes jugadores soviéticos. Entre ellos estaba el otro gran joven prodigio de su tiempo: Mijail Tal, que pese a contar solamente veinticinco años ya había tenido tiempo de ganar la corona mundial y volver a perderla. Ambos, Fischer y Tal, tenían muy buena relación en lo personal, pero Tal había barrido del tablero a Fischer durante el Candidatos de 1959, ganándole nada menos que las cuatro partidas que disputaron. Era bien sabido que Bobby había quedado muy escocido después de recibir tan tremenda paliza, aunque entonces solamente había sido un quinceañero y lógicamente nadie le había echado en cara el resultado. Existía, pues, bastante expectación por aquella revancha entre los dos jóvenes ajedrecistas más brillantes del momento. Además, sus respectivos estilos de juego eran muy diferentes, prácticamente contrapuestos: Tal era el maestro del ataque a cualquier precio, de la improvisación, de la búsqueda del jaque mate más artístico y de las combinaciones más enrevesadas. El estilo de Fischer aún estaba en plena evolución, pero ya quedaba claro que Bobby huía de ese caos y tendía más al uso del orden posicional, prefiriendo un juego más lógico y cristalino. En aquel torneo, por fin, Fischer se dio el lujo de vengar la anterior humillación y finalmente pudo ganar a Mijail Tal. Si bien en aquella partida el soviético jugó muy por debajo de su nivel habitual, no es menos cierto que el jovencísimo Fischer supo aprovechar los errores del rival con su acostumbrada eficacia. Al terminar la partida, cuando los periodistas le preguntaron a Tal qué se sentía al ser finalmente vencido por el adolescente americano, el simpático mago de Riga se limitó a responder una frase que se hizo célebre: “es difícil jugar contra la teoría de Einstein”. Fischer dijo más tarde que lo primero que pensó al ganar a Tal fue “¡por fin! Esta vez no se me ha escapado”.
Eso sí, Fischer no pudo llevarse el trofeo final, pese a ser el único jugador imbatido. Los dos jóvenes ajedrecistas dominaron el torneo pero Bobby quedó un punto por debajo de Tal —que jugó mal con Bobby pero apabulló al resto de participantes con su juego agresivo— y tuvo que conformarse con la segunda posición. El letón obtuvo 11 victorias frente a las 8 de Bobby y aquello marcó la diferencia. Pablo Morán resumió así el torneo: “si Fischer jugó como un rey, Tal jugó como un emperador”. Fischer quedó por encima, eso sí, de otros consagrados Grandes Maestros de la URSS y de otras partes del planeta.
Aquel era un resultado absolutamente fantástico para un jugador de diecisiete años. Bobby Fischer se presentaba en muy pocos torneos pero demostraba con la fuerza de su juego que estaba definitivamente instalado en la élite. Pese a su juventud parecía el jugador occidental con más posibilidades de plantar cara a los todopoderosos soviéticos. En 1962 se iba a celebrar un nuevo Torneo Interzonal y mientras que tres años antes muchos habían dudado que el prodigio de Brooklyn se clasificara en las primeras plazas, ahora ya parecía un hecho casi seguro que se calificaría con cierta facilidad para su segundo Torneo de Candidatos, último paso antes de conseguir plaza para la final y enfrentarse al vigente campeón mundial, el gran patriarca de la escuela soviética Mijail Botvinnik, quien acababa de recuperar el título al vencer a Mijail Tal en una revancha. Los aficionados y la prensa empezaron a preguntarse acerca de las posibilidades del jovencísimo Fischer en el Interzonal y el Candidatos: ¿podría llegar a superar todas las fases, plantarse en la final y enfrentarse al campeón? En occidente, particularmente, había muchas esperanzas de que el norteamericano pudiera amenazar la hegemonía soviética. En Rusia eran más escépticos y consideraban a Fischer demasiado inexperto para semejante logro. ¿Qué pensaba Bobby? Él, naturalmente, se consideraba perfectamente preparado para hacer frente a todo el ejército de Grandes Maestros de la URSS. No les tenía miedo. Antes de que Mijail Tal perdiera su corona, Bobby había bromeado leyéndole el futuro en las líneas de la mano: “Veo que pronto perderás el título mundial frente a un joven jugador estadounidense”. Tal, siempre ágil e ingenioso, se giró hacia otro ajedrecista americano que andaba por allí —William Lombardy— y le dijo en voz alta: “¡Enhorabuena, Bill!”. La hilarante ocurrencia de Tal no dejaba de tener cierto poder predictivo:  Fischer aún tendría que esperar unos cuantos años para conseguir el título. Eso sí, se avecinaba tormenta y Bobby iba a ser el ajedrecista que más iba a dar que hablar durante aquel mismo año.
La maquinaria soviética
“Cuando empecé, los rusos eran mis héroes”
El simpático Mijail Tal (izquierda), pasando el rato junto a Bobby Fischer.
Dos genios en acción: el simpático Mijail Tal (izquierda), dejándose leer la mano por el joven Bobby Fischer.
Para explicar el enorme mérito de los logros de Bobby Fischer, antes hay que describir cómo era la competición ajedrecística en la que intentaba abrirse camino. Su carrera transcurrió en una época donde se consideraba prácticamente inconcebible que un Gran Maestro occidental pudiese poner en peligro el aplastante dominio soviético. Y mucho menos un ajedrecista joven que, al contrario que los rusos, no disponía de un círculo de ayudantes ni asesores, ni de subvenciones, ni de facilidades como las que Moscú proporcionaba a sus nuevos talentos.
Desde 1948, fecha de retorno del Campeonato Mundial tras la II Guerra Mundial, la URSS había dominado por completo la competición sin apenas oposición. Antes de 1948 ya había existido un Campeón Mundial de origen ruso, Alexander Alekhine (o más correctamente transcrito Aliojin, como nos insistía Leontxo García en la entrevista que concedió a Jot Down). Pero Alekhine no era precisamente un héroe en la URSS: de origen burgués y procedente de una familia rica, había huido de la persecución política comunista tras la Revolución y se había nacionalizado francés, país bajo cuya bandera logró su título. Por si fuera poco, entre otras facetas cuestionables de su personalidad (falta de deportividad, mal carácter, alcoholismo, etc.), el ruso-francés llegó a mostrar abiertas simpatías hacia el régimen de Hitler, así que Alekhine despertó tanta admiración por su juego como desprecio por su actitud personal y deportiva (además, había conservado el título bastantes años pero era universalmente considerado inferior al cubano José Raúl Capablanca, a quien nunca quiso concederle una revancha: ya narramos en su momento el fascinante enfrentamiento entre los “Mozart y Salieri del ajedrez”). Resulta pues comprensible que las autoridades de Moscú no lo considerasen un ideal propagandístico, por más que fuese considerado como uno de los más grandes especialistas del ataque combinatorio  y del ajedrez artístico que habían existido sobre los tableros, junto al propio Mijail Tal, seguidor de su filosofía de “lo más importante en el ajedrez es la belleza”.
Con todo, el ascenso de Alekhine había anticipado la futura hegemonía del ajedrez ruso, que contaba con una gran tradición pero no había producido un campeón mundial hasta su llegada. Sin embargo, después de la guerra, la URSS empezó a fabricar un campeón detrás de otro y de manera imparable. Para el régimen comunista el triunfo en el ajedrez era una demostración de la superioridad intelectual y educativa de su sistema por sobre el decadente hemisferio occidental, así que Moscú dedicó muchos recursos a su desarrollo: el resultado fue una oleada de grandísimos ajedrecistas y un dominio total de la competición a nivel mundial. Entre 1948 y 1962, únicamente cuatro jugadores habían conseguido jugar las finales que se disputaban cada tres años… y los cuatro eran soviéticos. Mijail Botvinnik había sido quien había dominado el cotarro: no solamente había estado presente en todas las finales disputadas sino que era uno de los máximos responsables del diseño corporativo del ajedrez soviético, habiendo colaborado con las autoridades políticas para crear una efectiva fábrica de talentos en la que aplicaba nuevos métodos de enseñanza y entrenamiento. En cuanto a su estilo, Botvinnik defendía un tipo de ajedrez lógico y posicional, científico y “cerebral”, más basado en la teoría y los libros que en la inspiración del momento. Un estilo que pasó a dominar casi toda la escuela soviética y que, por cierto, influyó bastante el juego del propio Bobby Fischer, aunque el norteamericano lo llevó más lejos y creó casi un estilo propio como ya veremos en próximas entregas. Botvinnik había reinado durante bastantes años y solamente había cedido la corona en un par de ocasiones, una frente al veleidoso Mijail Tal —antítesis de Botvinnik debido a su juego imaginativo y su personalidad bohemia— y otra frente al muy técnico Vassily Smyslov. El cuarto jugador que había alcanzado una final, aunque por desgracia no llegó coronarse nunca, era el también soviético David Bronstein.
Como se ve, ningún jugador ajeno a la URSS había podido aspirar al título desde la Segunda Guerra Mundial, así que los soviéticos consideraban la corona mundial como de su exclusiva propiedad. Además, los Maestros soviéticos jugaban como equipo, se apoyaban entre ellos, aconsejándose, analizando juntos partidas y rivales, ayudándose a entrenar cada vez que tenían un gran compromiso por delante. Todos los Torneos Interzonales habían sido ganados por algún soviético, y casi todo el resto de plazas clasificatorias eran ocupadas también por soviéticos. Así, siempre eran mayoría en el Torneo de Candidatos y el vigente campeón soviético se enfrentaba invariablemente a un aspirante también soviético. Habían creado una maquinaria imbatible en la que ningún rival extranjero podía hacer mella.
Samuel Reshevsky fue el único jugador que inquietó a los soviéticos antes de la llegada de Fischer.
Samuel Reshevsky fue el único jugador que inquietó a los soviéticos antes de la llegada de Fischer.
Algunos de los poquísimos ajedrecistas occidentales que les habían plantado cara eran, significativamente, también de origen eslavo. Samuel Reshevsky había dominado el ajedrez estadounidense antes de la llegada de Fischer y había sido el principal rival de los rusos. Pese a su pasaporte americano, en realidad Reshevsky había aprendido a jugar en su Polonia natal, donde vivió hasta los nueve años exhibiéndose como uno de los mayores niños prodigio de la historia del ajedrez, incluso más precoz que el propio Fischer (excepto en lo referente a títulos). En los años cincuenta, ya americanizado, un Reshevsky en su edad adulta no solamente llegó a ser uno de los mejores jugadores del mundo sino que algunos lo llegaron a considerar sencillamente el mejor durante una corta temporada, poniendo su juego al nivel del propio campeón Botvinnik e incluso por encima de él. Pero ni en su mejor momento consiguió Reshevsky romper la muralla soviética, entre otras cosas por supuestos manejos irregulares de los jugadores rusos durante un Torneo de Candidatos (manejos de los que hablaremos más adelante). Otro ejemplo de jugador polaco occidentalizado era el de Mieczysław Najdorf: en 1939 ya era un Gran Maestro consagrado cuando la invasión nazi de Polonia lo sorprendió jugando un torneo en Argentina. Najdorf se quedó en Buenos Aires esperando el fin de la guerra, pero tras varios años de estancia terminó nacionalizándose argentino y cambiando su nombre por el más conocido de Miguel Najdorf. Sin embargo, pese a su enorme talento, nunca pareció alcanzar el nivel suficiente como para inquietar a la URSS, aunque desde luego fue otro de los jugadores que reunian condiciones para intentarlo. Reshevsky y Najdorf, ambos de origen polaco pero compitiendo bajo sus banderas occidentales de adopción, habían podido desempeñarse muy dignamente frente al bloque soviético y sin embargo no habían tenido aspiraciones reales de lograr el campeonato. Ninguno de los dos había jugado ninguna final y a finales de los cincuenta parecía que si alguien tan brillante como Reshevsky no lo había conseguido, otro occidental lo iba a tener todavía más difícil.
Y entonces apareció Bobby Fischer. En 1962, a las puertas de un nuevo Torneo Interzonal, el juego del estadounidense había mejorado considerablemente respecto a 1959, hasta el punto de que muchos se preguntaron si finalmente resultaba posible obrar el milagro. ¿Conseguiría Bobby ponerse al nivel de los rusos e incluso llegar a vencerlos? La idea resultaba más fascinante todavía al tratarse de un jugador tan joven, con solamente dieciocho años de edad. El propio Fischer se consideraba el mejor jugador del planeta —opinión que entonces poca gente en el mundillo compartía, eso sí— aunque respetaba mucho el juego de los rusos. Casi todos los especialistas creían que la altísima opinión que Fischer tenía sobre su propio juego era más producto de la arrogancia juvenil que de una perspectiva realista, y que sin haber cumplido la veintena no podía esperar asaltar una corona que la URSS guardaba muy celosamente mediante un batallón de experimentados y talentosos Grandes Maestros. Fischer era muy bueno, sí, uno de los mejores. Incluso tenía algunas posibilidades de convertirse en campeón si todo iba de cara. Pero eso no significaba que ya fuese el mejor del mundo o que el camino hacia la corona fuese a resultar fácil. No, Bobby todavía no era el mejor.
Él, claro está, opinaba lo contrario.
1963 Bobby Fischer
Fischer contra los rusos
“Alguien me preguntó: ‘¿qué has aprendido en este Torneo de Candidatos?’ Yo le dije: ‘he aprendido a no participar en ninguno más’. Es una pérdida de tiempo para cualquier jugador occidental. El actual procedimiento para seleccionar un candidato al título es malo para al ajedrez, malo para los jugadores que toman parte en ello y malo para el propio Campeonato del Mundo. El gran público hace tiempo que perdió el interés en cualquier título ganado de esta manera. Quizá también los propios ajedrecistas estén perdiendo el interés. Al menos yo he perdido el interés, permanentemente” (Fischer en un artículo de 1962, en el que acusaba a los rusos de manipular la competición)
El Torneo Interzonal de 1962, a celebrar en Estocolmo, iba a contar con una potente representación de soviéticos, como de costumbre. Los únicos pesos pesados que no estarían presentes eran el campeón vigente Botvinnik y el ex-campeón saliente Mijail Tal (clasificado automáticamente), así como Paul Keres, que también estaba clasificado automáticamente para el Candidatos. Por lo demás, en aquel Interzonal plagado de grandes nombres Fischer iba a tener mucha competencia con Maestros soviéticos de excelente nivel: Tigran Petrosian, Efim Geller, Viktor Korchnoi, Leonid Stein… de hecho, había tantos buenos jugadores en la URSS que se habían tenido que quedar fuera del Interzonal ajedrecistas tan brillantes como Spassky o Bronstein, porque sencillamente no había más plazas disponibles para su país. Además del temible contingente de la URSS, estaban presentes grandes nombres de otras partes del mundo como el yugoslavo Gligoric, el alemán Uhlmann, el húngaro Portisch, el islandés Olaffson, el estadounidense Benko o incluso el español Arturo Pomar, “Arturito”, que tras su etapa como brillante niño prodigio y ya alcanzada la treintena estaba en lo mejor de su juego (aunque siempre se comentó que nunca llegó a rentabilizar todo su potencial). Es decir, Bobby iba a pelearse por una de las seis primeras plazas del Interzonal con lo más nutrido del ajedrez mundial… eso sí, casi nadie dudaba de que iba a conseguirlo. No en vano ya se había clasificado en el anterior con solamente quince años. Ahora, a los casi diecinueve, era uno de los mejores ajedrecistas del planeta sin discusión alguna y su plaza parecía asegurada.
Por consejo de los demás Maestros, Fischer cambió sus ropas raídas por traje y corbata.
Por consejo de los demás Maestros, Fischer cambió sus ropas raídas por traje y corbata.
De hecho, aunque lo mismo le daba quedar primero que sexto, ya que los seis primeros pasaban al Candidatos, él jugó para vencer, a lo Eddie Merckx. Finalizó en primera posición sin perder una sola partida. Únicamente Petrosian, el futuro Campeón Mundial, consiguió permanecer también imbatido, aunque debido a su estilo ultradefensivo obtuvo más empates y menos victorias que Fischer, quedando en consecuencia relegado al segundo lugar. Era la primera vez que un jugador no soviético quedaba primero en un Torneo Interzonal y aquello disparó todavía más las expectativas de cara al Candidatos: la posibilidad —aunque no fuese más que eso, una posibilidad— de que venciese iba cobrando cuerpo rápidamente. Y lo cierto es que si Fischer vencía en el Candidatos no había motivos para pensar que no pudiera como mínimo causar problemas al campeón Botvinnik en la final. Bobby era joven e inexperto y su juego aún no estaba en su cénit, pero también era un competidor feroz que podría resultar temible en una final de uno contra uno. ¿Conseguiría llegar hasta lo alto? Fischer, por descontado, afirmaba que sí. Los rusos afirmaban que no. La prensa deportiva internacional se mostraba excitada ante lo que estaba siendo una gran historia y prometía serlo todavía mejor.
El Torneo de Candidatos de 1962 se celebraba en Curaçao; los jóvenes Mijail Tal y Bobby Fischer eran considerados por muchos como los grandes favoritos, después de que ambos se hubieran lucido en algunos torneos importantes (recordemos que en Bled ambos habían sobrepasado a varios Grandes Maestros soviéticos de relumbrón). También el correoso Tigran Petrosian estaba en un grandísimo estado de forma, pero debido a su juego conservador —o como diríamos en España, “amarrategui”— tenía tendencia a firmar demasiados empates. Aquello hizo que algunos analistas pensaran que la defensa a ultranza de Petrosian tenía menos opciones que el diabólico juego de ataque Tal o la tenacidad competitiva de Fischer. Pero en resumen, entre esos tres nombres parecía estar el futuro aspirante.
Sin embargo, los pronósticos iniciales pronto se desbarataron. Mijail Tal, que padecía una enfermedad renal, no pudo acudir al torneo en plenas condiciones. De hecho participó (probablemente contra consejo médico) tras haber pasado por el quirófano y durante la competición experimentó una recaída que comenzó a causarle síntomas severos, así que hizo un torneo comprensiblemente malo hasta que, empujado por los preocupadísimos consejos de sus compañeros y rivales, se vio obligado a abandonar para ser nuevamente hospitalizado de urgencia (Fischer lo visitó en su habitación para jugar alguna partida informal, momento del que quedaron varias curiosas fotografías). Desgraciadamente, lo que pudo haber sido una larga rivalidad de ensueño entre ambos quedó abortada en aquel mismo torneo: la salud de Tal siguió empeorando con el paso del tiempo y pese a su juventud nunca volvió a ser el mismo jugador de antes.
Pero también decepcionante fue el desempeño del propio Fischer, que empezó el Candidatos perdiendo dos partidas seguidas y ya no encontró el ritmo parfa el resto de la competición. De los ocho participantes, Bobby finalizó en cuarta posición, a tres largos puntos de los soviéticos Petrosian, Keres y Geller. Fue precisamente Petrosian quien ganó el torneo y pudo enfrentarse a Botvinnik, derrotándolo y convirtiéndose en nuevo Campeón Mundial. ¿Jugó mal Fischer en aquel candidatos? Quizá “mal” no es la palabra, pero sí es cierto que tuvo muchos altibajos y estuvo bastante por debajo de su nivel habitual. Aunque cosechó ocho victorias —las mismas que obtuvo el ganador, Petrosian— acumuló nada menos que siete derrotas mientras que el soviético permaneció imbatido. Aquello demostraba que Bobby no había hecho un torneo horrible, pero que sí se mostró inesperadamente vulnerable, dejando escapar demasiados puntos. No jugó con la fuerza y solidez que se esperaba de él, ni tampoco hizo honor a la condición de favorito. En la URSS se sintieron reforzados en su opinión sobre él e insistían en que Bobby todavía estaba verde para el título. Quizá en parte tenían razón: a sus diecinueve años Fischer ya era  sin duda uno de los cinco o diez mejores del mundo, pero todavía no era el rodillo aplastante en que se convertiría años más tarde. El consenso suele estar en la idea de que Fischer no se convirtió indiscutiblemente en el mejor jugador del mundo hasta finales de los sesenta: muchos hablan de 1969, otros de 1967, 68…. y algunos lo retrasan incluso hasta 1970. Pero en 1962 Bobby Fischer no era el de 1969-72, ni mucho menos. De todos modos, hay que insistir en que en aquel Candidatos no jugó al 100% y nunca sabremos qué habría pasado de haberlo hecho. Como mínimo, hubiese hecho sudar más a Petrosian por obtener la primera plaza, eso seguro.
Eso sí, su rendimiento irregular pronto iba a quedar en un segundo plano. El enfant terrible estaba a punto de sacar las garras para sacudir los cimientos del mundo del ajedrez. Poco después del torneo, la revista Sports Illustrated publicó un artículo verdaderamente explosivo, del puño y letra del propio Fischer, en el que acusaba a los cuatro soviéticos Petrosian, Keres y Geller (que habían quedado por encima suyo en el Candidatos) y a Korchnoi, de manipular la competición. El título del artículo dejaba poco a la imaginación: Los rusos han amañado el mundo del ajedrez. Lógicamente, la publicación del artículo provocó un auténtico terremoto. He aquí algunos extractos del texto escrito por un Bobby Fischer de diecinueve años. Dan buena idea de su personalidad indomable y del papel que empezó a cumplir como enemigo del establishment ajedrecístico soviético:
A los diecinueve años, Fischer escribió un artículo que obligó a cambiar el formato del campeonato mundial.
A los diecinueve años, Fischer escribió un artículo que obligó a cambiar el formato del campeonato mundial.
«El Torneo Internacional de Candidatos, que ha terminado este 22 de junio, me ha dejado un convencimiento: el control ruso sobre el ajedrez ha llegado a tal extremo que ya no puede existir una competición honesta por el Campeonato Mundial. El sistema que mantiene la FIDE, el organismo que gobierna el mundo del ajedrez, asegura que siempre habrá un campeón mundial ruso, porque solamente un ruso puede ganar el torneo previo que determina quién será el aspirante. Los rusos lo han arreglado así. Por lo que a mí respecta, pueden mantenerlo de ese modo. Nunca volveré a jugar en un Torneo de Candidatos.
»Se me ha dicho que esta es una decisión difícil, porque significa que abandono toda esperanza de conseguir el título mundial. La verdad es que mientras continúe el sistema actual, ni yo ni nadie que proceda de un país occidental puede ganar ese título. Así que la decisión no es difícil de tomar, aunque sí resulta difícil de explicar. Es difícil de explicar porque cualquier cosa que yo —u otro jugador occidental— diga sobre el hecho de que los rusos están controlando el ajedrez, parecerá una excusa por no haberlos podido vencer en el Torneo de Candidatos. Cualquiera que haya perdido y discuta por qué no puede ganar el campeonato mundial o por qué el sistema nos impide competir con los rusos en igualdad de condiciones, parecerá estar teniendo una rabieta de mal perdedor. (…)
»En Curaçao fue flagrante. Hubo colusión entre los jugadores rusos. Acordaron de antemano firmar tablas en las partidas donde se enfrentaban entre ellos. Cada vez que empataban se repartían medio punto cada uno. El ganador del torneo, Petrosian, obtuvo 5’5 de sus 17’5 puntos de esta manera. Se consultaban durante las partidas. Cuando yo jugaba contra un ruso, los demás rusos miraban y comentaban mis movimientos aunque yo los estuviese oyendo. Luego intentaban ridiculizar mis protestas ante los árbitros. Jugaban como un equipo. (…) En un editorial del New York Times se dijo que “el sistema para elegir al aspirante puede conducir a posible colusión entre los jugadores soviéticos, ayudando a uno de ellos a ganar el torneo frente a un rival no soviético”. Esto se dijo hace nueve años, cuando yo tenía diez años de edad, así que no creo que se me pueda acusar de ser un mal perdedor por citarlo. (…) En Curaçao había cinco rusos de un total de ocho competidores. El antiguo campeón mundial Mijail Tal se estaba recuperando de una operación de riñón, se puso enfermo durante el torneo y abandonó para ingresar en un hospital, así que no formó parte de los manejos del equipo soviético. Los otros cuatro rusos se iban a nadar por la tarde, se vestían, acudían a las partidas en la Sala de Ajedrez del Hotel Intercontinental, perdían el tiempo durante media hora o así, haciendo unas pocas jugadas rápidas e intercambiando tantas piezas como podían; después se ofrecían tablas mutuamente. “¿Niche?”, preguntaba uno. “¡Niche!”, respondía el oponente. Firmaban sus planillas, cumplían el formalismo de dárselas a los árbitros y después cenaban o volvían a la piscina. (…)
»Geller y Petrosian empataron su primera partida tras jugar solamente 21 movimientos. Se volvieron a encontrar y esa segunda partida duró 18 movimientos. La siguiente, 16, y la última, 18. Keres y Petrosian firmaron tablas tras 17 movimientos en su primera partida, 21 en la segunda, 22 en la tercera y 14 en la cuarta. En esta última partida se pasaron de la raya, ya que aunque firmaron tablas, Petrosian podría haber ganado si hubieran seguido jugando. Como muestro en el diagrama, el rey blanco está atrapado en el centro del tablero y el flanco de dama blanco está terriblemente debilitado. De hecho, el negro ganaría en unos pocos movimientos. Pero como jugar un movimiento más lo hubiese hecho demasiado obvio, decidieron firmar tablas en ese mismo instante. (…)
»La actuación de Victor Korchnoi, el cuarto miembro del equipo soviético, es más compleja de analizar. En la primera parte del torneo también empató cada partida que jugó contra los demás rusos. A mitad de torneo hubo un descanso de cinco días, en el que todos fuimos a la Isla de San Martín. Los cuatro rusos estaban prácticamente empatados a puntos en la primera posición y se rumoreaba que cuando volviésemos para jugar la segunda parte del torneo, uno de ellos empezaría a perder ante los demás. Sea lo que fuere que acordaron entre ellos en San Martín, cuando regresamos el juego de Korchnoi se vino abajo abruptamente. Perdió tres partidas en rápida sucesión; primero ante Geller, después ante Petrosian y después ante Keres. (…) Cualquiera puede extraer sus conclusiones de esta secuencia de eventos pero, en cualquier caso, esto revela la ventaja que el equipo ruso tenía sobre los jugadores individuales occidentales. (…)
»A veces, después de sus tablas rápidas, los rusos no se iban a la piscina. Está estrictamente prohibido comentar una partida en progreso, incluso hablar con otros durante el juego. He estudiado bastante ruso como para poder leer sus libros de ajedrez, así que pude entender fácilmente lo que estaban diciendo. Decían que tal o cual movimiento era bueno, y lo decían en ruso, naturalmente. Mi ruso no será el mejor, pero creedme: no estaban hablando del tiempo. (…) Me enfadaba ver cómo podían salirse con la suya. Protesté a los árbitros. Comprobé que seguían saliéndose con la suya. Seguí protestando. Pero para entonces su ventaja se había incrementado hasta el punto en que ya no estaban preocupados, así que fueron dejando de hacer estas cosas»
Tigran Petrosian, ganador del Candidatos de 1963 y posterior Campeón Mundial.
Tigran Petrosian, ganador del Candidatos de 1963 y posterior Campeón Mundial.
El artículo cayó como una verdadera bomba en los medios y marcaba oficialmente el inicio de la guerra entre Bobby Fischer y sus antiguos ídolos, los ajedrecistas soviéticos. No era exactamente un enfrentamiento personal —Fischer tenía buena relación con varios de ellos—, pero sí una guerra deportiva y mediática muy encarnizada. A partir de ese instante Bobby nunca dejó de atacar al ajedrez soviético. En la URSS, desde luego, se afanaron en calificar el artículo como una rabieta de mal perdedor. La imagen oficial de Bobby en la prensa de Moscú empezó a cambiar: del simpático chaval de origen humilde se pasó a describir al típico niñato americano malcriado que no conseguía aceptar el haber sido derrotado. El entrañable genio heredero de la escuela soviética se había convertido repentinamente en el enemigo deportivo número uno de Moscú. En el resto del mundo, en cambio, el artículo resultó muy polémico pero no fue considerado un completo disparate. Cierto es que algunas de las acusaciones —como las vertidas contra Korchnoi— se les antojaron exageradas a casi todos los especialistas. De hecho, años después Korchnoi se convertiría en un disidente de la URSS y también se enfrentaría agriamente a la maquinaria soviética, incluso más agriamente que el propio Fischer, pero aun así siempre negó que en Curaçao le hubieran dado órdenes para dejarse ganar (en cambio, sí dio a entender que Fischer tenía razón en el asunto de las tablas pactadas). Con exageraciones o no, la parte del artículo en la que Fischer sospechaba que había demasiados empates inexplicables parecía sorprendentemente ajustada a la realidad. Efectivamente, las partidas entre los rusos habían sido excesivamente cortas y algunas de las tablas firmadas parecían injustificadas. Se detectaba una clara ausencia de afán competitivo cuando los soviéticos jugaban entre sí. Cuando Fischer describía la escena de los tres rusos terminando sus enfrentamientos rápidamente para repartirse el punto y seguidamente relajarse en la piscina del hotel mientras los demás participantes tenían que seguir esforzándose en sus propias (y largas) partidas, no estaba diciendo tonterías. Parecía haber claros indicios de que decía la verdad.
Una vez la bomba de Fischer hubo explotado, se sumaron nuevas voces a la acusación: muchos ya habían pensado que el sistema del Torneo de Candidatos favorecía claramente a los soviéticos, quienes siempre se presentaban en mayoría y utilizaban esa superioridad numérica en su favor, jugando como un equipo y barriendo para casa con el reparto de puntos. Samuel Reshevsky ya había sufrido estos manejos años atrás —así lo expresó en sus memorias— y aunque no había reaccionado con la fiereza de Fischer, también había visto reducidas sus posibilidades de aspirar al título mundial en una época donde algunos lo consideraban un rival con el potencial necesario para realizar la hazaña. La prensa ya había expresado sus sospechas más de una vez en el pasado, pero el asunto jamás había alcanzado semejante relevancia porque ningún ajedrecista había alzado la voz de esa manera. Ahora, muchos que habían guardado silencio se sumaban a la controvertida opinión de Bobby. Ante el escándalo organizado, la federación estadounidense presentó una protesta en la FIDE, la Federación Internacional de Ajedrez. El tema fue debatido y pese a la considerable influencia soviética se llegó a la conclusión de que el Candidatos era efectivamente un torneo injusto. Se tomó una decisión drástica: en futuras ediciones se celebraría como una serie de eliminatorias individuales y no como un “todos contra todos” en el que los soviéticos pudieran pactar empates que los beneficiaran mutuamente (además, en un match individual, los resultados dudosos o las renuncias deliberadas a competir se detectan mucho más fácilmente). Bobby Fischer había terminado saliéndose con la suya y el formato del Mundial terminaría cambiando a raíz de un artículo escrito por él. Casi nada. Como decíamos: cuando el huracán Fischer soplaba, pocas cosas quedaban en pie.
Pero incluso con su parte de razón, aquel artículo fue una de las muchas cosas que contribuyeron a generar la imagen pública de un Fischer egocéntrico y controvertido. No era la primera vez que su actitud o sus declaraciones resultaban polémicas, ni mucho menos sería la última. Aquello marcaría una tendencia habitual en la carrera del joven Bobby: resultaba difícil separar la parte de razón que pudiera tener de aquella otra parte de exageraciones que también solía incluir en sus razonamientos. Incluso cuando no eran exageraciones, expresaba sus puntos de vista con tanta vehemencia que su franqueza que solía bordear lo brutal y resultaba difícil de aceptar para muchos. Bobby rara vez —por no decir nunca— medía sus palabras. Los conceptos como “diplomacia” o “tacto” no iban con él. Así, para la prensa y el mundo del ajedrez en general, resultaba imposible concederle la razón del todo aun cuando la tuviese.
El advenimiento de l’enfant terrible
El matrimonio Piatigorsky con los jóvenes Boris Spassky y Bobby Fischer.
El matrimonio Piatigorsky con los jóvenes Boris Spassky y Bobby Fischer.
Un buen ejemplo: el año anterior se había organizado un match extraoficial para enfrentar a los dos mejores jugadores de EEUU. Por un lado estaba el veterano Samuel Reshevsky y por el otro Bobby Fischer. Fue un enfrentamiento muy publicitado entre dos antiguos niños prodigio, donde se ofrecía un suculento premio para el ganador: una buena cantidad de dinero en metálico aportada por Jacqueline Piatigorsky, heredera de la famosa familia de banqueros Rothschild. Aficionada al ajedrez, dama de alta alcurnia con ínfulas aristocráticas y esposa de un famoso concertista de violonchelo, madame Piatigorsky era la principal mecenas del ajedrez estadounidense. Era tan importante su papel en un país donde el deporte de las sesenta y cuatro casillas no recibía ayudas oficiales, que prácticamente ningún jugador estadounidense osaba llevarle la contraria, sabiendo lo mucho que su patronazgo significaba para todos ellos. Ninguno… excepto Bobby Fischer, claro.
Ambos jugadores establecieron sus condiciones para jugar el match. Reshevsky, que era judío ortodoxo, impuso el no tener que jugar desde la puesta de sol del viernes hasta la del sábado, lo cual era una cláusula ya habitual cuando él participaba en competiciones. Por su parte, a Fischer no le gustaba jugar por las mañanas, así que las partidas tendrían lugar por la tarde (horario habitual, por otro lado). El match ya comenzó de manera tensa con serios roces entre los dos jugadores, como cuando Fischer llamó a Reshevsky “cobarde sin ética” al considerar que había aplazado una partida indebidamente. Después de aquello, ambos ajedrecistas se retiraron la palabra y ya únicamente se veían ante el tablero; incluso había que trasladarlos al recinto por separado. El periodista especializado en ajedrez Jerry Hanken contaba una curiosa anécdota: en una de las partidas, Fischer tenía una posición superior y el punto de la victoria prácticamente en el bolsillo. Pero no acertó con la jugada ganadora y pronto se dio cuenta de que Reshevsky había conseguido igualar el juego. Forzado a acordar unas tablas, parece que Fischer las ofreció de manera más bien peculiar, murmurando: “You bastard!”. Sea cierto o no, sí es verdad que aquel match supuso el inicio de una vitriólica rivalidad entre los dos ajedrecistas más importantes de los EE. UU. Pero todavía sucedió algo más peliagudo: cuando se llevaban disputadas once partidas y el marcador arrojaba un muy tenso empate, la señora Piatigorsky decretó que la siguiente partida, a celebrar en domingo, debía adelantarse a la mañana. Por la tarde ella tenía que acudir a un concierto de su marido, así que se modificaba el horario para que pudiese estar presente en ambos eventos. Reshevsky accedió: la Piatigorsky era la que ponía el dinero y por tanto la que mandaba; a él le daba lo mismo levantarse temprano un domingo para jugar.
Pero Fischer entró en cólera. No le gustaba madrugar, algo bien sabido en el mundillo. Pero además aquel cambio de planes le pareció una falta de respeto. Arguyó que él se había comprometido desde un principio a jugar por las tardes, así que aquel domingo también jugaría por la tarde… o no jugaría. La gente que lo rodeaba intentó hacerlo claudicar: ¡no se podía desafiar a madame Piatigorsky! De ella dependían muchos eventos ajedrecísticos del país, ¿por qué enfurecerla gratuitamente? ¿Qué más le daba a Bobby jugar por la mañana aunque solamente fuese una vez en su vida, con tal de no ponerse en contra a la principal mecenas del país? Se arriesgaba a que madame Piatigorsky le retirase toda futura ayuda o que dejase de invitarlo a los torneos que financiaba. Pero para Fischer no existían los términos medios: si consideraba que tenía razón, tenía razón. Y punto. Le importaba un pimiento quién fuese la señora Piatigorsky: él no estaba dispuesto a madrugar para satisfacer el capricho de una ricachona. Por más que en sus entrevistas de entonces Bobby mostrase una especie de fascinación hacia la aristocracia —fascinación que por cierto era mutua— su fuerte carácter y su orgullo le impedían ejercer como “ajedrecista de cámara”. En resumen, dado que madame Piatigorsky siguió con su plan de adelantar la partida para acudir al concierto, Fischer se negó a presentarse. La mañana de aquel domingo, Samuel Reshevsky se sentó ante el tablero… y en el otro lado había una silla vacía. Ganó el punto por incomparecencia del rival. Fischer tampoco se presentó en las partidas posteriores. Cuando la segunda parte del match se trasladó de Los Angeles a Nueva York, resultó que Bobby ni se había molestado en subir al avión. Aquella obstinación tan típicamente suya terminaría haciéndose legendaria.
Como respuesta a la desaparición del insurrecto genio, madame Piatigorsky dio por terminado el match y consideró vencedor a Reshevsky, quien se llevó el primer premio por incumplimiento contractual de Fischer. Pese a los desesperados intentos de su entorno, Bobby no se había bajado del burro aunque aquello le costase renunciar a una buena cantidad de dinero. Jamás cambió su postura al respecto de aquel match… y hay que decir que en su momento bastantes ajedrecistas le dieron la razón. Fischer no había sido el primero en inclumplir el contrato. Es más, unos años después fue madame Piatigorsky quien reconocería tácitamente que Bobby estaba en lo cierto, accediendo a darle el dinero que le debía a cambio de que jugase en otro de los torneos que ella organizaba. Pero Fischer se lo había jugado todo, como de costumbre cuando consideraba que tenía razón, a expensas de poder perder dinero y oportunidades.
Fischer con su tablero de bolsillo en el metro, ausente de todo.
Fischer en el metro de su ciudad, con su tablero de bolsillo, ausente de todo cuanto le rodea.
No fue el único encontronazo de Fischer con los mecenas aristocráticos. Le gustase o no, él no dejaba de ser un proletario de Brooklyn con un sistema de valores en el que había poco sitio para las sutilezas palaciegas. Como cuando el príncipe Rainiero de Mónaco organizó un torneo de ajedrez. Muy aficionado al ajedrez y además casado con una americana, la actriz Grace Kelly, el príncipe dijo que invitaría a tres jugadores estadounidenses a jugar un torneo en Mónaco, a condición de que uno de ellos fuese el famoso prodigio Bobby Fischer. La federación americana habló con Fischer y éste accedió a viajar a Europa para participar y ya de paso satisfacer la curiosidad de los príncipes. Pero Fischer llegó a Mónaco y todo empezó a parecerle mal: el alojamiento, la comida, la iluminación, la disposición de la sala y las butacas del público, etc. Sus continuas exigencias pusieron a los organizadores de los pelos. Fischer ganó el evento, pero el neoyorquino sacó de sus casillas a Rainiero hasta el punto de que cuando el príncipe organizó otra competición puso como condición para invitar a ajedrecistas estadounidenses el que entre ellos no estuviese Bobby Fischer.
Sin embargo, aquellas exigencias suyas resultaban muy necesarias para el desarrollo profesional del ajedrez. Boris Spassky solía llamarle medio en broma, medio en serio, el “jefe del sindicato de ajedrecistas”. Debido a esa actitud inflexible con los organizadores, Bobby quedó como un divo caprichoso en multitud de ocasiones y la prensa lo retrataba como un individuo inflexible y maniático. Cosa que a menudo era, podría decirse, pero eso no le quitaba necesariamente la razón. Cierto es que cuando no le daban lo que pedía no se molestaba en negociar y sencillamente renunciaba a acudir a una competición o incluso se marchaba con el torneo ya empezado. Sin embargo, fue así, con esa actitud irreductible, como se convirtió en el auténtico creador de la moderna figura del jugador profesional, algo que ha señalado entre otros Garry Kasparov en multitud de ocasiones. Muchos Grandes Maestros han reconocido que los ajedrecistas profesionales deben mucho a las constantes peleas de Fischer por obtener mejores condiciones, más comodidades y más dinero cada vez que acudía a un evento. Fischer dio la cara sin importarle la opinión que aquella actitud pudiera despertar en los demás. Era escasamente diplomático en sus formas, pero consiguió un estatus para su profesión que quizá nunca se hubiese alcanzado sin él.
No obstante, este importante papel reivindicativo tenía un reverso. El joven Fischer peleó por la dignificación del ajedrecista profesional, sí, pero en otros ámbitos sus opiniones resultaban a menudo discutibles. Por ejemplo, consideraba a las mujeres ineptas para el ajedrez, algo que expresó en una polémica entrevista concedida a la revista Harper’s Magazine cuando rondaba la veintena. Aunque Fischer era amigo de Lisa Lane, campeona femenina de los EE.UU. y que había alcanzado bastante celebridad porque su fotogenia había contribuido a hacerla aparecer en portada de Sports Illustrated, desestimaba el ajedrez femenino y decía que las jugadoras de su país eran “todas como peces, aunque puede decirse que Lisa Lane es la mejor pez de todas”. Aseguraba que podría darle ventaja de un caballo a cualquier mujer del mundo y aun así vencerla. Aunque tras la publicación de la entrevista Fischer protestó porque decía que sacaba algunas de sus afirmaciones de contexto —y si él lo decía probablemente era cierto, ya que nunca se retractaba de nada ni siquiera cuando levantaba escándalo— en lo referente a la debilidad de las mujeres como ajedrecistas se reafirmó aquel mismo año en televisión.
Lisa Lane
Lisa Lane, famosa ajedrecista y amiga de Fischer… aunque por entonces Bobby no tenía en muy alta estima las capacidades femeninas para el ajedrez.
En su descargo, por una vez, cabe decir que a principios de los sesenta no era aquella una idea exclusivamente suya, ni mucho menos. El problema era más bien que él la expresaba sin demasiadas cortapisas, como cuando decía echar de menos aquellos clubes de ajedrez del siglo XIX en los que las mujeres no tenían permitida la entrada. Muchos pasaban por alto aquellos deslices mediáticos de Fischer dada su juventud y su desigual formación, pero eso no impidió que pronto se ganase fama de misógino. De hecho, en una entrevista televisiva concedida aquel mismo año le preguntaron si se consideraba misógino. Fischer, algo avergonzado, respondió: “perdón, no sé lo que significa esa palabra”. El entrevistador le reformuló la pregunta: “¿odias a las mujeres?”, y Fischer se apresuró a negarlo, diciendo que opinaba que el lugar de las mujeres estaba en el hogar cuidando de los hijos, pero que eso no significaba que las odiase. Aun así, el Fischer veinteañero con su carácter peculiar todavía no era el Fischer extremista de sus últimos años, ni muchísimo menos. Como decíamos, la suya no era una opinión poco común en aquella época, por más que pudiese llamar la atención que alguien la expresara tan abiertamente en los medios de comunicación. Tampoco tendría mucho sentido rebuscar como hicieron algunos en su difícil relación con su madre para explicar un punto de vista machista que no resultaba inhabitual en 1963. Muchos años más tarde, bastantes después de su retirada, Fischer tendría tiempo de comprobar que podía haber mujeres con un nivel de ajedrez portentoso, como cuando conoció a Judit Polgar: fue precisamente la húngara —mejor ajedrecista femenina de la historia, que ha llegado a competir en la competición masculina hasta ocupar el 8º lugar de los rankings— la que rompió el récord de Fischer al obtener el título de Gran Maestro también a los quince años, pero con unos meses menos.
En realidad, el problema con el joven Fischer no era únicamente lo que decía (a diferencia de sus últimas épocas, donde sí llegó a soltar auténticas barbaridades) sino cómo, cuándo y dónde lo decía. Todavía no había rastro de fanatismo político en él, pero tampoco de tacto. Si pensaba algo, lo decía. Para bien y para mal. Gustase o no gustase. Así de simple. Y así se mantendría durante el resto de su carrera deportiva, antes de su enigmática desaparición.
El genio de personalidad indescifrable
Curiosa foto de Fischer en lo que parece una función de circo (vista en el blog de Susan Polgar).
Curiosa foto de Fischer en lo que parece ¿una función de circo? (vista en el blog de Susan Polgar).
Precisamente esa relación de Fischer con las mujeres fue durante bastantes años objeto de elucubraciones de lo más pintoresco, porque la información que se filtraba al respecto era más bien poca. Bobby guardaba su vida privada con un tremendo celo: nunca hablaba públicamente de su madre, ni de su hermana, ni de su padre ausente. Mucho menos de su relación con el sexo opuesto. Por aquel entonces no poca gente —la menos informada de entre la audiencia general— rumoreaba que Fischer podía ser asexual, como una especie de autista de baja intensidad, pero en el mundillo se sabia perfectamente que no solamente no era asexual sino que le atraían mucho las mujeres. Cierto es que durante sus periodos de competición o entrenamiento —es decir, casi siempre hasta 1972— se mantenía alejado de ellas para no perder la concentración, pero todos quienes le conocían de cerca sabían bien de sus inclinaciones. En los actos públicos no podía ocultar su contento cada vez que había chicas guapas cerca y dicen sus amigos de entonces que solía tener bastante buen gusto.
Eso sí, su personalidad no ponía las cosas fáciles a la hora de mantener un noviazgo normal. Aunque Fischer despertaba interés entre las féminas, ya que además de su creciente fama estaba bastante alejado del estereotipo de ajedrecista viejo, o bajito y con gafas —por el contrario, rondaba el metro noventa de estatura y era muy atlético— no resultaba nada fácil acercarse sentimentalmente a él. Algunos de sus más antiguos amigos cuentan anécdotas bastante ilustrativas al respecto, que van desde lo gracioso a lo casi conmovedor. Una vez, a los diecinueve años, estaba en la playa con un amigo cuando vio a una chica tomando el sol. La chica era bastante guapa y Bobby se interesó por ella, así que se acercó presentándose así: “Soy Bobby Fischer, el gran jugador de ajedrez”. Ella no tenía ni idea de quién era él —que por entonces era famoso pero no universalmente reconocido—, sin embargo no pareció molesta por el acercamiento, así que Bobby decidió seguir conversando. Cuando notó que la chica hablaba con acento, le preguntó “¿de dónde eres?”. Ella le dijo que era de Holanda, y entonces Bobby respondió hablando del personaje holandés que más presente tenía: “ah, entonces ¿conoces al doctor Max Euwe, antiguo campeón mundial?”. La chica volvió a quedarse en blanco… y Fischer, pensando que allí habían terminado sus temas de conversación, se encogió de hombros, se dio la vuelta y sencillamente se marchó.
Años más tarde, la fama le haría innecesarias estas presentaciones porque todo el mundo ya sabía quién era, pero su personalidad desconfiada le hacía pensar que muchas mujeres se acercaban a él precisamente por ser una celebridad. En privado, ante sus mejores amigos, solía quejarse de ello. No se conoce que por entonces fuese más allá de relaciones esporádicas, aunque hay constancia de que en alguna ocasión se lo vio acompañado. Podía proyectar la imagen de alguien muy seguro de sí mismo en lo tocante al ajedrez, pero sentimentalmente era alguien muy diferente. No parecía confiar lo suficiente en nadie como para iniciar una relación seria y además estaba demasiado ocupado con el ajedrez, al que se dedicaba con una disciplina monástica por largas temporadas. En esas condiciones,  se antojaba difícil emparejarlo. Otra significativa anécdota: uno de sus amigos decidió invitarlo a cenar para organizar un encuentro casual con una amiga de su esposa, que estaba interesada por conocerlo. Siendo una persona cercana a la pareja que lo invitaba a cenar, pensaron que Bobby quizá la vería con otros ojos y le resultaría más fácil abrirse a ella. Fischer y la chica parecieron llevarse bien durante la cena hasta el punto de que, al terminar, ella misma le ofreció acompañarlo a su casa en automóvil. Se marcharon juntos. Al día siguiente, su amigo indagó acerca del final de la velada, pero Fischer respondió que no estaba interesado en la chica. “¿Por qué? ¿No te gustaba?”. “Sí, era guapa”. “¿Y entonces?”. “Creo que sólo le gusto porque soy Bobby Fischer”.
“Tenía algunos problemas personales, y empecé a escuchar a un montón de predicadores radiofónicos. Los escuchaba cada domingo, todo el día, cambiando de emisora una y otra vez. Así que escuché a todos aquellos tipos que hablaban los domingos. Y entonces oí al señor Armstrong, y dije: Ah, supongo que Dios finalmente me ha enseñado al elegido” (Bobby Fischer, sobre su conversión al cristianismo)
El adolescente Bobby firmándole un autógrafo a una señorita.
El adolescente Bobby firmándole un autógrafo a una señorita. Una escena similar le costó la peor puntuación de toda su carrera; después de aquello, decidió no mezclar mujeres y competición.
Más preocupantes eran sus escarceos con la religión. Aunque provenía de una familia de origen judío, su madre era de izquierdas y no demasiado religiosa. Así que durante parte de su adolescencia, hasta cumplir la veintena, el propio Bobby se había declarado abiertamente ateo, considerando la idea de un dios personal como una “puerilidad”. Por ejemplo, solía citar a Nietszche en esa misma línea. Sin embargo, con el ascenso a la fama —y según él mismo a causa de “algunos problemas personales”— empezó a interesarse por unos sermones radiofónicos que lo hicieron caer en brazos de una organización evangélica de tintes sectarios llamada Iglesia de Dios, dirigida por un tal Garner Ted Armstrong. Repentinamente convertido al cristianismo fundamentalista, empezó a desviar una parte nada desdeñable de sus ganancias hacia aquella organización y seguiría haciéndolo hasta principios de los setenta. Además, a raíz de su nueva afiliación como Adventista del Séptimo Día, también empezó a observar ciertas normas bíblicas como la de no jugar ajedrez en sábado. Para muchos, aquello era un rasgo más de excentricidad en un personaje que no parecía tener demasiadas facetas convencionales. Para otros, la súbita y extrañísima conversión era una forma inquietante de intentar cubrir sus carencias afectivas. Sea como fuere, ver mezclado en semejante culto religioso al hasta entonces ultra pragmáticoBobby Fischer no parecía una señal tranquilizadora. La prensa de la época, sin embargo, solía considerar de mal gusto cuestionar las creencias religiosas de un personaje pñúblico, así que la nueva fe adventista de Fischer era tratada con cautela. Sería él mismo quien se desengañase de la organización de Armstrong bastantes años después.
Sin pretenderlo, debido a su particular conducta, Fischer se convirtió en objeto de observación y estudio por parte de los medios de comunicación. Era un personaje ideal en torno al que comentar y debatir: el prototipo de genio joven que había llegado a estar en la cumbre de su campo pero que parecía mostrar excentricidades sorprendentes o incluso evidentes lagunas en otras facetas de su vida. Al analizar su siempre inesperada forma de comportarse, nadie sabía trazar exactamente la línea entre lo que era producto de su inmadurez, resultado de las carencias de su existencia anterior o sencillamente una manifestación del capricho del momento. Por entonces aún no mostraba los síntomas paranoicos de sus últimos años, pero desde luego no era un individuo del montón y a la prensa le encantaba intentar psicoanalizarlo. Fue precisamente aquella personalidad imprevisible la que le impidió aspirar al título mundial hasta 1972. Porque durante el resto de los años sesenta dejó pasar varias oportunidades de poder asaltar la corona, por motivos más bien difíciles de asimilar si no se era el propio Bobby Fischer. En los años venideros, nadie comprendió demasiado bien por qué alguien para quien el ajedrez lo era todo arruinaba una ocasión tras otra de alcanzar el más preciado título. Tan pronto renunciaba a acudir a un torneo sin dar demasiadas explicaciones como abandonaba repentinamente… ¡cuando estaba clasificado en primer lugar! En la próxima entrega repasaremos las diversas ocasiones inexplicables —aunque para él siempre había un motivo— en que dejó escapar la posibilidad de convertirse en campeón mundial, además de otras diversas situaciones en que, para bien o para mal, se empeñaba en dejar atónito a todo el mundo. Ya fuese jugando como un genio u organizando trifulcas como un demonio. (Continúa)
Bobby Hz

 Veamos algunas partidas de este periodo en formato PGN
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