Bobby Fischer (III): L’enfant terrible
“Asumimos que los genios son criaturas bendecidas que no tienen que trabajar duro para conseguir sus objetivos. Lo que es difícil para nosotros, resulta fácil para ellos. Pero Bobby, cuando era un niño —con un cociente intelectual que bordeaba los 200 puntos— le dedicaba al ajedrez de diez a quince horas de esfuerzo mental y fuerte concentración, algo que mataría a una persona normal… o al menosme mataría a mí” (Dick Cavett)
Llegó, vio… pero dio unas cuantas
vueltas sin rumbo fijo antes de vencer. El mayor niño prodigio de los
años cincuenta se hizo notar por su imprevisible carácter mucho antes de
convertirse en el campeón mundial. Sin haber cumplido la veintena ya se
había enfrentado al establishment ajedrecístico, a los
organizadores de torneos, a los mecenas, a los soviéticos, a su propia
madre. Era él contra todos; no toleraba que nadie le dijese lo que tenía
que hacer y cuando pensaba que tenía razón no se doblegaba ante nada,
renunciando incluso a dinero o títulos. Durante los años sesenta
desperdició dos ocasiones valiosísimas de pelear por el título mundial y
a punto estuvo de dejar pasar una tercera. La mayor parte del público
conoce, aunque sea superficialmente, su tenso encuentro contra Boris Spassky
en 1972, cuando la Guerra Fría parecía estar jugándose sobre un tablero
de ajedrez y los medios de comunicación del planeta entero estaban
pendientes del evento; todos hemos visto imágenes de aquella final
mundial que revestía tintes políticos, casi prebélicos. También son bien
conocidos los problemas que tuvo tras su retirada (o más bien tras su
sorprendente reaparición en 1992) y sus tristes años finales,
implacablemente perseguido por la ley de su propio país y además
convertido en un extremista cuyas opiniones fueron juzgadas por muchos
como propias de un demente. En todo caso, la mayoría de documentales
sobre su vida que podemos ver por ahí suelen centrarse en esas dos
etapas: el duelo con Spassky y la decadencia personal. Pero mucho antes
de eso nuestro protagonista ya se había convertido en una figura
mediática universal: a lo largo de los años, su peculiar personalidad y
su tremendo carisma fueron transformando a Bobby Fischer el deportista
más famoso del mundo, junto a Muhammad Ali y tal vez Pelé,
aun sin haber ganado todavía la corona mundial. Su carrera deportiva en
aquellos años previos al título fue de lo más accidentada, pero también
extremadamente brillante. Es más, en sus mejores momentos fue una de
las carreras más brillantes que hayan existido en cualquier deporte.
Fischer fue una figura fundamental para el ajedrez, complejísima
disciplina que prácticamente llegó a reinventar por sí solo, pero además
fue un individuo único en la Historia. En su momento ya dedicamos un
artículo a narrar su infancia (primera parte, segunda parte),
así que iba siendo hora de hablar de otro período de su vida: los años
que transcurrieron entre su nombramiento como Gran Maestro a los quince
años y su definitiva consagración como mejor jugador del mundo; los años
en que se convirtió en el enfant terrible del ajedrez.
El chaval que había escalado una montaña
“El
ascenso de Fischer al estrellato se produjo siendo el más joven campeón
de los Estados Unidos de la historia, en 1957, con catorce años de
edad. Después dio el salto a la escena mundial. Resultaba imposible
creer que un americano en solitario pudiese vencer a lo mejor que la
maquinaria soviética de ajedrez era capaz de producir. Ni siquiera Walt
Disney hubiese concebido la historia de una pobre madre soltera
intentando terminar su propia educación mientras se mudaba con su
familia constantemente, cambiando a su disperso hijo de un colegio a
otro. Todo ello mientras el FBI la investigaba como potencial espía
comunista. Regina Fischer fue una mujer notable y no solamente por dar
vida a un campeón de ajedrez. Pese a la preocupación que le causaba el
ver a Bobby pasar demasiado tiempo ante el tablero, se dio cuenta de que
aquello era lo único que hacía a su hijo feliz, así que pronto promovió
aquella pasión como si fuese la suya propia” (Garry Kasparov)
En 1959, a los dieciséis años de edad, Robert James Fischer
estaba en la élite del ajedrez mundial. Ya había conseguido participar
en el Torneo de Candidatos, competición cumbre que se celebraba cada
tres años para elegir al aspirante a Campeón Mundial… una competición a
la que únicamente podían acceder ocho Grandes Maestros escogidos después
de pelearse por una plaza en el también difícil Torneo Interzonal. En
aquel su primer Candidatos, el quinceañero Fischer sucumbió ante los
potentes jugadores soviéticos, tal y como era de prever que le sucedería
a un jugador… ¡que todavía seguía en el colegio! Pero el que no hubiese
ganado poco importaba: el hecho de haber llegado tan alto siendo un
muchacho imberbe, de familia humilde y que apenas había contado con
ayuda externa, resultaba verdaderamente sobrecogedor. Su hazaña había
impactado al mundo del ajedrez como probablemente la de ningún otro
jugador antes que él: había obtenido su título de Gran Maestro a una
edad asombrosamente temprana, siendo con mucho el más joven en
conseguirlo hasta entonces. Todo ello en unos tiempos donde no existían
ordenadores para acelerar el aprendizaje en los jóvenes jugadores, como
sí sucede hoy. Fischer había conseguido todo aquello casi exclusivamente
por sus propios medios, gracias a su dedicación obsesiva y a sus libros
de ajedrez. Libros que, para colmo, en la mayor parte de los casos eran
regalados o prestados, porque ni siquiera tenía dinero para comprarlos.
Como decíamos en el artículo sobre su
infancia, “Bobby” nació en Chicago —donde pasó su periodo preescolar—
pero en realidad era inconfundiblemente neoyorquino. No solamente por el
fuerte acento de Brooklyn con el que siempre hablaba,
un acento que jamás se diluyó lo más mínimo ni siquiera cuando había
pasado décadas viviendo en el extranjero. Y es que también tenía la
actitud típica de aquellas partidas de ajedrez callejero características
de Brooklyn, esas que tantas veces hemos visto en las películas. Por
ejemplo: antes de jugar su primer Torneo Interzonal, el adolescente
Fischer se refirió a buena parte de los Grandes Maestros participantes
como patzers, un término más bien despectivo que se usaba entre
los ajedrecistas aficionados de Manhattan para etiquetar a los malos
jugadores. Así era él, un adolescente educado pero que había crecido en
el corazón de Brooklyn y que se llevó consigo la arrogancia del
vecindario a los salones de la realeza ajedrecística. Mientras fue un
jugador en activo, nunca cambió. Si acaso, cada vez fue más él mismo.
Pese a todo, como también comentábamos
en el anterior artículo, el flacucho Bobby despertaba muchas simpatías a
ambos lados del Atlántico. En los Estados Unidos constituía un motivo
de orgullo, sobre todo porque su ascenso había tenido visos de gesta
heroica: un chaval procedente de un barrio obrero de Nueva York que se
presentaba en los torneos vestido con suéters raídos y camisas baratas
de cuadros, que no podía comprarse libros y que únicamente había podido
acceder a un colegio privado cuando su club de ajedrez de Manhattan le
había negociado una beca alegando su extraordinaria capacidad
intelectual. Un chaval abandonado por su padre, que había crecido junto a
su madre y su hermana mayor en un diminuto apartamento, privado de
muchas comodidades que otros adolescentes estadounidenses daban por
supuestas. Su corta existencia siempre había bordeado la pobreza, pero
ahora no solamente dominaba el ajedrez estadounidense sino que se
clasificaba en las más grandes competiciones para medirse con los
Grandes Maestros soviéticos. ¡Parecía una figura de película! En la
URSS, Bobby también era un personaje muy querido, hasta por la prensa
del régimen… o al menos lo fue al principio. A los soviéticos no se les
escapaba el hecho de que el prodigio americano había aprendido a leer
ruso, había estudiado los manuales de ajedrez soviéticos y consideraba a
los ajedrecistas de la URSS como sus ídolos. En el mundillo del
ajedrez, Bobby Fischer era considerado casi como un “hijo adoptivo” de
la escuela soviética, así que los rusos también miraban con afecto a
aquel chiquillo de origen proletario. Lo veían como alguien muy
diferente al típico “niño de papá” estadounidense mimado por el exceso
de prosperidad. En Rusia también sabían que su madre había estudiado en
Moscú y era una ferviente simpatizante comunista: un motivo más para
apreciar al chiquillo estadounidense. Por si fuera poco, cuando Fischer
visitó Moscú dejó buena impresión por su comportamiento humilde y sus
buenas maneras.
Las primeras apariciones televisivas del
jovencísimo Fischer contribuían a reforzar esa imagen entrañable: se
mostraba educado, tímido, titubeante, con una media sonrisa avergonzada
(excepto cuando lo filmaban tras alguna victoria; entonces sonreía muy
abiertamente). Pero en realidad aquella conducta afable y tímida
escondía un temperamento tremebundo que no tardaría en eclosionar.
Dentro de Bobby se había desarrollado no solamente una férrea
determinación sino también un feroz individualismo; estaba dispuesto a
seguir su propio camino sin importarle lo que pudieran aconsejarle los
demás. Sus ideas eran sus ideas y nadie podía cambiarlas; probablemente
nadie tenía suficiente autoridad sobre él como para intentarlo, ni
siquiera su propia madre. En cuanto cumplió los dieciséis años —edad
hasta la que estaba legalmente obligado a escolarizarse— Bobby decidió
abandonar definitivamente los estudios alegando que “no podían enseñarle
nada”. Nada que le sirviera en su objetivo de convertirse en Campeón
Mundial de ajedrez, claro está. No sorprende pues que, pese a su
portentosa capacidad intelectual, su paso por el colegio hubiese sido
bastante irregular… por no decir sencillamente mediocre. Pero, ¿qué
podían importarle a él un puñado de calificaciones escolares? Él quería
ser ajedrecista profesional y lo demás resultaba meramente secundario.
Había conseguido su título de Gran
Maestro pero su idea de vivir del ajedrez parecía tarea complicada, ya
que en EE. UU. prácticamente no existía la figura del verdadero
ajedrecista profesional. Los Maestros estadounidenses (y occidentales en
general) tenían que combinar la competición con sus respectivas
carreras laborales, mientras que en el ámbito soviético existían enormes
subvenciones estatales para los mejores jugadores, que se dedicaban al
ajedrez a tiempo completo, incluidas las ayudas para desarrollar a las
más jóvenes promesas. Sin embargo, Bobby se las arregló para conseguirlo
a su manera: hizo sus cálculos y vio que no precisaba mucho dinero para
sobrevivir. Llevando una existencia modesta podía mantenerse con lo que
ganaba en torneos, exhibiciones de simultáneas, conferencias o con la
venta de libros y recopilaciones de sus partidas. Habiendo crecido en la
pobreza estaba más que acostumbrado a pasar apreturas y no tenía
grandes necesidades que cubrir. Se quedó viviendo solo en el pequeño
apartamento donde había crecido, después de discutir agriamente con su
madre, cuyo ostentoso activismo político lo avergonzaba (Regina Fischer
no solamente era izquierdista y oyente habitual de Radio Moscú, sino que
participaba en manifestaciones y protestas públicas). También podría
haber influido el que ella hubiese iniciado una relación con un hombre.
Sea como fuere, después de que su hija mayor —Joan Fischer— se
emancipase, Regina Fischer le dejó la pequeña vivienda a Bobby. La mujer
consideraba que ya no tenía nada que aportarle, puesto que el chaval
había empezado a valerse económicamente por sí mismo y tampoco ella era
demasiado apta para imponerle una disciplina. Su indomable hijo
resultaba cada vez más difícil de manejar. Así que el jovencísimo
Fischer seguía sin tener demasiado dinero, pero ahora era un verdadero
profesional, dado que realmente vivía de su amado juego-ciencia. Eso sí,
su aspecto comenzó a cambiar: hasta entonces se había presentado en los
torneos vestido tal y como lo hacía en su vida normal —a lo pobre—, con
ropa de saldo y generalmente gastada por el uso. Sin embargo, algunos
colegas ajedrecistas le aconsejaron que se comprase una vestimenta más
formal para acudir a las grandes competiciones ahora que pese a su
juventud era un jugador de primer orden e iba a despertar el interés de
la prensa. Pronto se lo empezó a ver en los torneos ataviado con traje y
corbata, atuendo que ya casi nunca abandonaría para acudir a los
eventos ajedrecísticos aunque en otros ámbitos pudiese vestir de manera
más informal.
Una prometedora racha de éxitos
—“¿Crees que ganarás pronto el título mundial?”
—“Tengo excelentes posibilidades. Ningún campeón fue Gran Maestro a mi edad. Quizá en 1963”
—“¿Tan pronto?”
—“Sí, ¿por qué no? Sí, creo que pronto seré campeón mundial”
(Fischer en una entrevista con el ajedrecista y periodista español Román Torán)
—“Tengo excelentes posibilidades. Ningún campeón fue Gran Maestro a mi edad. Quizá en 1963”
—“¿Tan pronto?”
—“Sí, ¿por qué no? Sí, creo que pronto seré campeón mundial”
(Fischer en una entrevista con el ajedrecista y periodista español Román Torán)
1960 fue un buen año para Bobby Fischer.
Ya nadie albergaba dudas respecto a su inmenso talento, pero en varios
torneos tuvo la ocasión de demostrar que su ascenso a la élite no había
sido producto de la casualidad (cosa imposible en ajedrez por otro lado,
porque sobre un tablero ¡nadie obtiene tales resultados por
casualidad!). Eso sí, no aparecía en demasiadas competiciones
internacionales. En realidad se dejaba ver más bien poco, lo cual se
debía sobre todo a cuestiones monetarias: si no le costeaban el viaje y
la estancia, no podía permitirse participar. En muchos casos prefería
quedarse en casa y ofrecer exhibiciones de todo tipo en EE. UU., con las
que ingresaba un dinero más fácil. Además, tenía tendencia a recluirse
largas temporadas con el fin de estudiar en solitario. Aunque afirmaba
que “algunos días le dedico bastantes horas al ajedrez pero otros días
no miro el tablero”, lo cierto es que su enorme capacidad de trabajo y
su exhaustiva preparación fueron un factor clave en su éxito.
Sea como fuere, pese a su escasa
actividad competitiva y pese al hecho de entrenar en solitario sin la
asistencia de preparadores, en los pocos torneos importantes en donde sí
participaba solía obtener resultados brillantes y eso era algo que
nunca dejaba de asombrar a los aficionados y periodistas. Aquel año
1960, a sus dieciséis cumplidos, revalidó su título de campeón de los
EE. UU. Durante su carrera, desde los catorce años de edad, jugó su
campeonato nacional ocho veces… ¡y las ocho veces se llevó el título!
También ganó un pequeño torneo en Islandia y compartió primera plaza en
un evento de Mar del Plata, (Argentina) con el nuevo valor del ajedrez
soviético, Boris Spassky, seis años mayor que él. Bobby no pudo
llevarse el trofeo porque Spassky ganó la partida que los enfrentaba a
ambos: en las pocas veces que se encontraron sobre un tablero antes de
1972, Fischer nunca fue capaz de vencer y durante años Boris Spassky fue
su auténtica piedra en el zapato. Eso sí, ambos desarrollaron una
relación bastante cordial que se mantendría incluso después de su
controvertida final de 1972 (Spassky, de carácter muy noble, siempre se
comportó con una caballerosidad admirable con Fischer, incluso cuando no
era necesario o incluso le resultaba contrproducente a él mismo).
Durante aquella misma gira sudamericana
de 1960, sin embargo, también hubo lugar para los tropiezos: Fischer
obtuvo el peor resultado de toda su trayectoria en Buenos Aires, donde
jugó el único torneo verdaderamente mediocre de su carrera profesional y
el único donde no se clasificó entre los primeros puestos de la tabla.
Bobby, que tenía diecisiete años por entonces, cayó a la 13ª posición
del cuadro. En su día, aquel repentino bajón resultó tan sorprendente
que muchos lo achacaron al cansancio o bien al estrés de una competición
internacional que muy comprensiblemente podía afectar a un chaval con
tan poca experiencia. Pero tiempo después se conoció a través de otros
ajedrecistas el verdadero motivo de su mala actuación: durante su
estancia en el torneo alguien le había presentado a una chica y Bobby
terminó perdiendo la virginidad en sus horas libres. Lógicamente, su
cabeza no estuvo centrada en el tablero y la puntuación final dio buena
muestra de ello. Después de aquel tropezón, se propuso no volver a verse
con chicas mientras estuviese participando en una competición, algo que
por lo que sabemos cumplió más o menos a rajatabla hasta conseguir ser
campeón mundial… aunque también es cierto que jugó muy pocos torneos
durante su carrera.
Durante el año siguiente, 1961, siguió
apartado de la gran competición por motivos monetarios y únicamente
participó en un torneo. Eso sí, se trató de un evento muy importante
que contaba con la presencia de unos cuantos Grandes Maestros de enorme
renombre, incluidos varios muy potentes jugadores soviéticos. Entre
ellos estaba el otro gran joven prodigio de su tiempo: Mijail Tal,
que pese a contar solamente veinticinco años ya había tenido tiempo de
ganar la corona mundial y volver a perderla. Ambos, Fischer y Tal,
tenían muy buena relación en lo personal, pero Tal había barrido del
tablero a Fischer durante el Candidatos de 1959, ganándole nada menos
que las cuatro partidas que disputaron. Era bien sabido que Bobby había
quedado muy escocido después de recibir tan tremenda paliza, aunque
entonces solamente había sido un quinceañero y lógicamente nadie le
había echado en cara el resultado. Existía, pues, bastante expectación
por aquella revancha entre los dos jóvenes ajedrecistas más brillantes
del momento. Además, sus respectivos estilos de juego eran muy
diferentes, prácticamente contrapuestos: Tal era el maestro del ataque a
cualquier precio, de la improvisación, de la búsqueda del jaque mate
más artístico y de las combinaciones más enrevesadas. El estilo de
Fischer aún estaba en plena evolución, pero ya quedaba claro que Bobby
huía de ese caos y tendía más al uso del orden posicional, prefiriendo
un juego más lógico y cristalino. En aquel torneo, por fin, Fischer se
dio el lujo de vengar la anterior humillación y finalmente pudo ganar a
Mijail Tal. Si bien en aquella partida el soviético jugó muy por debajo
de su nivel habitual, no es menos cierto que el jovencísimo Fischer supo
aprovechar los errores del rival con su acostumbrada eficacia.
Al terminar la partida, cuando los periodistas le preguntaron a Tal qué
se sentía al ser finalmente vencido por el adolescente americano, el
simpático mago de Riga se limitó a responder una frase que se
hizo célebre: “es difícil jugar contra la teoría de Einstein”. Fischer
dijo más tarde que lo primero que pensó al ganar a Tal fue “¡por fin!
Esta vez no se me ha escapado”.
Eso sí, Fischer no pudo llevarse el
trofeo final, pese a ser el único jugador imbatido. Los dos jóvenes
ajedrecistas dominaron el torneo pero Bobby quedó un punto por debajo de
Tal —que jugó mal con Bobby pero apabulló al resto de participantes con
su juego agresivo— y tuvo que conformarse con la segunda posición. El
letón obtuvo 11 victorias frente a las 8 de Bobby y aquello marcó la
diferencia. Pablo Morán resumió así el torneo: “si
Fischer jugó como un rey, Tal jugó como un emperador”. Fischer quedó por
encima, eso sí, de otros consagrados Grandes Maestros de la URSS y de
otras partes del planeta.
Aquel era un resultado absolutamente
fantástico para un jugador de diecisiete años. Bobby Fischer se
presentaba en muy pocos torneos pero demostraba con la fuerza de su
juego que estaba definitivamente instalado en la élite. Pese a su
juventud parecía el jugador occidental con más posibilidades de plantar
cara a los todopoderosos soviéticos. En 1962 se iba a celebrar un nuevo
Torneo Interzonal y mientras que tres años antes muchos habían dudado
que el prodigio de Brooklyn se clasificara en las primeras plazas, ahora
ya parecía un hecho casi seguro que se calificaría con cierta facilidad
para su segundo Torneo de Candidatos, último paso antes de conseguir
plaza para la final y enfrentarse al vigente campeón mundial, el gran
patriarca de la escuela soviética Mijail Botvinnik, quien acababa
de recuperar el título al vencer a Mijail Tal en una revancha. Los
aficionados y la prensa empezaron a preguntarse acerca de las
posibilidades del jovencísimo Fischer en el Interzonal y el Candidatos:
¿podría llegar a superar todas las fases, plantarse en la final y
enfrentarse al campeón? En occidente, particularmente, había muchas
esperanzas de que el norteamericano pudiera amenazar la hegemonía
soviética. En Rusia eran más escépticos y consideraban a Fischer
demasiado inexperto para semejante logro. ¿Qué pensaba Bobby? Él,
naturalmente, se consideraba perfectamente preparado para hacer frente a
todo el ejército de Grandes Maestros de la URSS. No les tenía miedo.
Antes de que Mijail Tal perdiera su corona, Bobby había bromeado
leyéndole el futuro en las líneas de la mano: “Veo que pronto perderás
el título mundial frente a un joven jugador estadounidense”. Tal,
siempre ágil e ingenioso, se giró hacia otro ajedrecista americano que
andaba por allí —William Lombardy— y le dijo en voz
alta: “¡Enhorabuena, Bill!”. La hilarante ocurrencia de Tal no dejaba de
tener cierto poder predictivo: Fischer aún tendría que esperar unos
cuantos años para conseguir el título. Eso sí, se avecinaba tormenta y
Bobby iba a ser el ajedrecista que más iba a dar que hablar durante
aquel mismo año.
La maquinaria soviética
“Cuando empecé, los rusos eran mis héroes”
Para explicar el enorme mérito de los
logros de Bobby Fischer, antes hay que describir cómo era la competición
ajedrecística en la que intentaba abrirse camino. Su carrera
transcurrió en una época donde se consideraba prácticamente inconcebible
que un Gran Maestro occidental pudiese poner en peligro el aplastante
dominio soviético. Y mucho menos un ajedrecista joven que, al contrario
que los rusos, no disponía de un círculo de ayudantes ni asesores, ni de
subvenciones, ni de facilidades como las que Moscú proporcionaba a sus
nuevos talentos.
Desde 1948, fecha de retorno del
Campeonato Mundial tras la II Guerra Mundial, la URSS había dominado por
completo la competición sin apenas oposición. Antes de 1948 ya había
existido un Campeón Mundial de origen ruso, Alexander Alekhine (o más correctamente transcrito Aliojin, como nos insistía Leontxo García en la entrevista que concedió a Jot Down).
Pero Alekhine no era precisamente un héroe en la URSS: de origen
burgués y procedente de una familia rica, había huido de la persecución
política comunista tras la Revolución y se había nacionalizado francés,
país bajo cuya bandera logró su título. Por si fuera poco, entre otras
facetas cuestionables de su personalidad (falta de deportividad, mal
carácter, alcoholismo, etc.), el ruso-francés llegó a mostrar abiertas
simpatías hacia el régimen de Hitler, así que Alekhine despertó
tanta admiración por su juego como desprecio por su actitud personal y
deportiva (además, había conservado el título bastantes años pero era
universalmente considerado inferior al cubano José Raúl Capablanca, a quien nunca quiso concederle una revancha: ya narramos en su momento el fascinante enfrentamiento entre los “Mozart y Salieri del ajedrez”).
Resulta pues comprensible que las autoridades de Moscú no lo
considerasen un ideal propagandístico, por más que fuese considerado
como uno de los más grandes especialistas del ataque combinatorio y del
ajedrez artístico que habían existido sobre los tableros, junto al
propio Mijail Tal, seguidor de su filosofía de “lo más importante en el
ajedrez es la belleza”.
Con todo, el ascenso de Alekhine había
anticipado la futura hegemonía del ajedrez ruso, que contaba con una
gran tradición pero no había producido un campeón mundial hasta su
llegada. Sin embargo, después de la guerra, la URSS empezó a fabricar un
campeón detrás de otro y de manera imparable. Para el régimen comunista
el triunfo en el ajedrez era una demostración de la superioridad
intelectual y educativa de su sistema por sobre el decadente hemisferio
occidental, así que Moscú dedicó muchos recursos a su desarrollo: el
resultado fue una oleada de grandísimos ajedrecistas y un dominio total
de la competición a nivel mundial. Entre 1948 y 1962, únicamente cuatro
jugadores habían conseguido jugar las finales que se disputaban cada
tres años… y los cuatro eran soviéticos. Mijail Botvinnik había sido
quien había dominado el cotarro: no solamente había estado presente en
todas las finales disputadas sino que era uno de los máximos
responsables del diseño corporativo del ajedrez soviético, habiendo
colaborado con las autoridades políticas para crear una efectiva fábrica
de talentos en la que aplicaba nuevos métodos de enseñanza y
entrenamiento. En cuanto a su estilo, Botvinnik defendía un tipo de
ajedrez lógico y posicional, científico y “cerebral”, más basado en la
teoría y los libros que en la inspiración del momento. Un estilo que
pasó a dominar casi toda la escuela soviética y que, por cierto, influyó
bastante el juego del propio Bobby Fischer, aunque el norteamericano lo
llevó más lejos y creó casi un estilo propio como ya veremos en
próximas entregas. Botvinnik había reinado durante bastantes años y
solamente había cedido la corona en un par de ocasiones, una frente al
veleidoso Mijail Tal —antítesis de Botvinnik debido a su juego
imaginativo y su personalidad bohemia— y otra frente al muy técnico Vassily Smyslov. El cuarto jugador que había alcanzado una final, aunque por desgracia no llegó coronarse nunca, era el también soviético David Bronstein.
Como se ve, ningún jugador ajeno a la
URSS había podido aspirar al título desde la Segunda Guerra Mundial, así
que los soviéticos consideraban la corona mundial como de su exclusiva
propiedad. Además, los Maestros soviéticos jugaban como equipo, se
apoyaban entre ellos, aconsejándose, analizando juntos partidas y
rivales, ayudándose a entrenar cada vez que tenían un gran compromiso
por delante. Todos los Torneos Interzonales habían sido ganados por
algún soviético, y casi todo el resto de plazas clasificatorias eran
ocupadas también por soviéticos. Así, siempre eran mayoría en el Torneo
de Candidatos y el vigente campeón soviético se enfrentaba
invariablemente a un aspirante también soviético. Habían creado una
maquinaria imbatible en la que ningún rival extranjero podía hacer
mella.
Algunos de los poquísimos ajedrecistas
occidentales que les habían plantado cara eran, significativamente,
también de origen eslavo. Samuel Reshevsky había dominado el
ajedrez estadounidense antes de la llegada de Fischer y había sido el
principal rival de los rusos. Pese a su pasaporte americano, en realidad
Reshevsky había aprendido a jugar en su Polonia natal, donde vivió
hasta los nueve años exhibiéndose como uno de los mayores niños prodigio
de la historia del ajedrez, incluso más precoz que el propio Fischer
(excepto en lo referente a títulos). En los años cincuenta, ya
americanizado, un Reshevsky en su edad adulta no solamente llegó a ser
uno de los mejores jugadores del mundo sino que algunos lo llegaron a
considerar sencillamente el mejor durante una corta temporada, poniendo
su juego al nivel del propio campeón Botvinnik e incluso por encima de
él. Pero ni en su mejor momento consiguió Reshevsky romper la muralla
soviética, entre otras cosas por supuestos manejos irregulares de los
jugadores rusos durante un Torneo de Candidatos (manejos de los que
hablaremos más adelante). Otro ejemplo de jugador polaco occidentalizado
era el de Mieczysław Najdorf: en 1939 ya era un Gran Maestro
consagrado cuando la invasión nazi de Polonia lo sorprendió jugando un
torneo en Argentina. Najdorf se quedó en Buenos Aires esperando el fin
de la guerra, pero tras varios años de estancia terminó nacionalizándose
argentino y cambiando su nombre por el más conocido de Miguel Najdorf.
Sin embargo, pese a su enorme talento, nunca pareció alcanzar el nivel
suficiente como para inquietar a la URSS, aunque desde luego fue otro de
los jugadores que reunian condiciones para intentarlo. Reshevsky y
Najdorf, ambos de origen polaco pero compitiendo bajo sus banderas
occidentales de adopción, habían podido desempeñarse muy dignamente
frente al bloque soviético y sin embargo no habían tenido aspiraciones
reales de lograr el campeonato. Ninguno de los dos había jugado ninguna
final y a finales de los cincuenta parecía que si alguien tan brillante
como Reshevsky no lo había conseguido, otro occidental lo iba a tener
todavía más difícil.
Y entonces apareció Bobby Fischer. En
1962, a las puertas de un nuevo Torneo Interzonal, el juego del
estadounidense había mejorado considerablemente respecto a 1959, hasta
el punto de que muchos se preguntaron si finalmente resultaba posible
obrar el milagro. ¿Conseguiría Bobby ponerse al nivel de los rusos e
incluso llegar a vencerlos? La idea resultaba más fascinante todavía al
tratarse de un jugador tan joven, con solamente dieciocho años de edad.
El propio Fischer se consideraba el mejor jugador del planeta —opinión
que entonces poca gente en el mundillo compartía, eso sí— aunque
respetaba mucho el juego de los rusos. Casi todos los especialistas
creían que la altísima opinión que Fischer tenía sobre su propio juego
era más producto de la arrogancia juvenil que de una perspectiva
realista, y que sin haber cumplido la veintena no podía esperar asaltar
una corona que la URSS guardaba muy celosamente mediante un batallón de
experimentados y talentosos Grandes Maestros. Fischer era muy bueno, sí,
uno de los mejores. Incluso tenía algunas posibilidades de convertirse
en campeón si todo iba de cara. Pero eso no significaba que ya fuese el
mejor del mundo o que el camino hacia la corona fuese a resultar fácil.
No, Bobby todavía no era el mejor.
Él, claro está, opinaba lo contrario.Fischer contra los rusos
“Alguien
me preguntó: ‘¿qué has aprendido en este Torneo de Candidatos?’ Yo le
dije: ‘he aprendido a no participar en ninguno más’. Es una pérdida de
tiempo para cualquier jugador occidental. El actual procedimiento para
seleccionar un candidato al título es malo para al ajedrez, malo para
los jugadores que toman parte en ello y malo para el propio Campeonato
del Mundo. El gran público hace tiempo que perdió el interés en
cualquier título ganado de esta manera. Quizá también los propios
ajedrecistas estén perdiendo el interés. Al menos yo he perdido el
interés, permanentemente” (Fischer en un artículo de 1962, en el que
acusaba a los rusos de manipular la competición)
El Torneo Interzonal de 1962, a celebrar
en Estocolmo, iba a contar con una potente representación de
soviéticos, como de costumbre. Los únicos pesos pesados que no estarían
presentes eran el campeón vigente Botvinnik y el ex-campeón saliente
Mijail Tal (clasificado automáticamente), así como Paul Keres, que también
estaba clasificado automáticamente para el Candidatos. Por lo demás, en
aquel Interzonal plagado de grandes nombres Fischer iba a tener mucha
competencia con Maestros soviéticos de excelente nivel: Tigran Petrosian, Efim Geller, Viktor Korchnoi, Leonid Stein…
de hecho, había tantos buenos jugadores en la URSS que se habían tenido
que quedar fuera del Interzonal ajedrecistas tan brillantes como
Spassky o Bronstein, porque sencillamente no había más plazas
disponibles para su país. Además del temible contingente de la URSS,
estaban presentes grandes nombres de otras partes del mundo como el
yugoslavo Gligoric, el alemán Uhlmann, el húngaro Portisch, el islandés Olaffson, el estadounidense Benko o incluso el español Arturo Pomar,
“Arturito”, que tras su etapa como brillante niño prodigio y ya
alcanzada la treintena estaba en lo mejor de su juego (aunque siempre se
comentó que nunca llegó a rentabilizar todo su potencial). Es decir,
Bobby iba a pelearse por una de las seis primeras plazas del Interzonal
con lo más nutrido del ajedrez mundial… eso sí, casi nadie dudaba de que
iba a conseguirlo. No en vano ya se había clasificado en el anterior
con solamente quince años. Ahora, a los casi diecinueve, era uno de los
mejores ajedrecistas del planeta sin discusión alguna y su plaza parecía
asegurada.
De hecho, aunque lo mismo le daba quedar
primero que sexto, ya que los seis primeros pasaban al Candidatos, él
jugó para vencer, a lo Eddie Merckx. Finalizó en primera posición
sin perder una sola partida. Únicamente Petrosian, el futuro Campeón
Mundial, consiguió permanecer también imbatido, aunque debido a su
estilo ultradefensivo obtuvo más empates y menos victorias que Fischer,
quedando en consecuencia relegado al segundo lugar. Era la primera vez
que un jugador no soviético quedaba primero en un Torneo Interzonal y
aquello disparó todavía más las expectativas de cara al Candidatos: la
posibilidad —aunque no fuese más que eso, una posibilidad— de que
venciese iba cobrando cuerpo rápidamente. Y lo cierto es que si Fischer
vencía en el Candidatos no había motivos para pensar que no pudiera como
mínimo causar problemas al campeón Botvinnik en la final. Bobby era
joven e inexperto y su juego aún no estaba en su cénit, pero también era
un competidor feroz que podría resultar temible en una final de uno
contra uno. ¿Conseguiría llegar hasta lo alto? Fischer, por descontado,
afirmaba que sí. Los rusos afirmaban que no. La prensa deportiva
internacional se mostraba excitada ante lo que estaba siendo una gran
historia y prometía serlo todavía mejor.
El Torneo de Candidatos de 1962 se
celebraba en Curaçao; los jóvenes Mijail Tal y Bobby Fischer eran
considerados por muchos como los grandes favoritos, después de que ambos
se hubieran lucido en algunos torneos importantes (recordemos que en
Bled ambos habían sobrepasado a varios Grandes Maestros soviéticos de
relumbrón). También el correoso Tigran Petrosian estaba en un grandísimo
estado de forma, pero debido a su juego conservador —o como diríamos en
España, “amarrategui”— tenía tendencia a firmar demasiados empates.
Aquello hizo que algunos analistas pensaran que la defensa a ultranza de
Petrosian tenía menos opciones que el diabólico juego de ataque Tal o
la tenacidad competitiva de Fischer. Pero en resumen, entre esos tres
nombres parecía estar el futuro aspirante.
Sin embargo, los pronósticos iniciales
pronto se desbarataron. Mijail Tal, que padecía una enfermedad renal, no
pudo acudir al torneo en plenas condiciones. De hecho participó
(probablemente contra consejo médico) tras haber pasado por el quirófano
y durante la competición experimentó una recaída que comenzó a causarle
síntomas severos, así que hizo un torneo comprensiblemente malo hasta
que, empujado por los preocupadísimos consejos de sus compañeros y
rivales, se vio obligado a abandonar para ser nuevamente hospitalizado
de urgencia (Fischer lo visitó en su habitación para jugar alguna
partida informal, momento del que quedaron varias curiosas fotografías).
Desgraciadamente, lo que pudo haber sido una larga rivalidad de ensueño
entre ambos quedó abortada en aquel mismo torneo: la salud de Tal
siguió empeorando con el paso del tiempo y pese a su juventud nunca
volvió a ser el mismo jugador de antes.
Pero también decepcionante fue el
desempeño del propio Fischer, que empezó el Candidatos perdiendo dos
partidas seguidas y ya no encontró el ritmo parfa el resto de la
competición. De los ocho participantes, Bobby finalizó en cuarta
posición, a tres largos puntos de los soviéticos Petrosian, Keres y
Geller. Fue precisamente Petrosian quien ganó el torneo y pudo
enfrentarse a Botvinnik, derrotándolo y convirtiéndose en nuevo Campeón
Mundial. ¿Jugó mal Fischer en aquel candidatos? Quizá “mal” no es la
palabra, pero sí es cierto que tuvo muchos altibajos y estuvo bastante
por debajo de su nivel habitual. Aunque cosechó ocho victorias —las
mismas que obtuvo el ganador, Petrosian— acumuló nada menos que siete
derrotas mientras que el soviético permaneció imbatido. Aquello
demostraba que Bobby no había hecho un torneo horrible, pero que sí se
mostró inesperadamente vulnerable, dejando escapar demasiados puntos. No
jugó con la fuerza y solidez que se esperaba de él, ni tampoco hizo
honor a la condición de favorito. En la URSS se sintieron reforzados en
su opinión sobre él e insistían en que Bobby todavía estaba verde para
el título. Quizá en parte tenían razón: a sus diecinueve años Fischer ya
era sin duda uno de los cinco o diez mejores del mundo, pero todavía
no era el rodillo aplastante en que se convertiría años más tarde. El
consenso suele estar en la idea de que Fischer no se convirtió
indiscutiblemente en el mejor jugador del mundo hasta finales de los
sesenta: muchos hablan de 1969, otros de 1967, 68…. y algunos lo
retrasan incluso hasta 1970. Pero en 1962 Bobby Fischer no era el de
1969-72, ni mucho menos. De todos modos, hay que insistir en que en
aquel Candidatos no jugó al 100% y nunca sabremos qué habría pasado de
haberlo hecho. Como mínimo, hubiese hecho sudar más a Petrosian por
obtener la primera plaza, eso seguro.
Eso sí, su rendimiento irregular pronto iba a quedar en un segundo plano. El enfant terrible estaba a punto de sacar las garras para sacudir los cimientos del mundo del ajedrez. Poco después del torneo, la revista Sports Illustrated
publicó un artículo verdaderamente explosivo, del puño y letra del
propio Fischer, en el que acusaba a los cuatro soviéticos Petrosian,
Keres y Geller (que habían quedado por encima suyo en el Candidatos) y a
Korchnoi, de manipular la competición. El título del artículo dejaba
poco a la imaginación: Los rusos han amañado el mundo del ajedrez.
Lógicamente, la publicación del artículo provocó un auténtico
terremoto. He aquí algunos extractos del texto escrito por un Bobby
Fischer de diecinueve años. Dan buena idea de su personalidad indomable y
del papel que empezó a cumplir como enemigo del establishment
ajedrecístico soviético:
«El
Torneo Internacional de Candidatos, que ha terminado este 22 de junio,
me ha dejado un convencimiento: el control ruso sobre el ajedrez ha
llegado a tal extremo que ya no puede existir una competición honesta
por el Campeonato Mundial. El sistema que mantiene la FIDE, el organismo
que gobierna el mundo del ajedrez, asegura que siempre habrá un campeón
mundial ruso, porque solamente un ruso puede ganar el torneo previo que
determina quién será el aspirante. Los rusos lo han arreglado así. Por
lo que a mí respecta, pueden mantenerlo de ese modo. Nunca volveré a
jugar en un Torneo de Candidatos.
»Se me ha dicho que esta es una decisión difícil, porque significa que abandono toda esperanza de conseguir el título mundial. La verdad es que mientras continúe el sistema actual, ni yo ni nadie que proceda de un país occidental puede ganar ese título. Así que la decisión no es difícil de tomar, aunque sí resulta difícil de explicar. Es difícil de explicar porque cualquier cosa que yo —u otro jugador occidental— diga sobre el hecho de que los rusos están controlando el ajedrez, parecerá una excusa por no haberlos podido vencer en el Torneo de Candidatos. Cualquiera que haya perdido y discuta por qué no puede ganar el campeonato mundial o por qué el sistema nos impide competir con los rusos en igualdad de condiciones, parecerá estar teniendo una rabieta de mal perdedor. (…)
»En Curaçao fue flagrante. Hubo colusión entre los jugadores rusos. Acordaron de antemano firmar tablas en las partidas donde se enfrentaban entre ellos. Cada vez que empataban se repartían medio punto cada uno. El ganador del torneo, Petrosian, obtuvo 5’5 de sus 17’5 puntos de esta manera. Se consultaban durante las partidas. Cuando yo jugaba contra un ruso, los demás rusos miraban y comentaban mis movimientos aunque yo los estuviese oyendo. Luego intentaban ridiculizar mis protestas ante los árbitros. Jugaban como un equipo. (…) En un editorial del New York Times se dijo que “el sistema para elegir al aspirante puede conducir a posible colusión entre los jugadores soviéticos, ayudando a uno de ellos a ganar el torneo frente a un rival no soviético”. Esto se dijo hace nueve años, cuando yo tenía diez años de edad, así que no creo que se me pueda acusar de ser un mal perdedor por citarlo. (…) En Curaçao había cinco rusos de un total de ocho competidores. El antiguo campeón mundial Mijail Tal se estaba recuperando de una operación de riñón, se puso enfermo durante el torneo y abandonó para ingresar en un hospital, así que no formó parte de los manejos del equipo soviético. Los otros cuatro rusos se iban a nadar por la tarde, se vestían, acudían a las partidas en la Sala de Ajedrez del Hotel Intercontinental, perdían el tiempo durante media hora o así, haciendo unas pocas jugadas rápidas e intercambiando tantas piezas como podían; después se ofrecían tablas mutuamente. “¿Niche?”, preguntaba uno. “¡Niche!”, respondía el oponente. Firmaban sus planillas, cumplían el formalismo de dárselas a los árbitros y después cenaban o volvían a la piscina. (…)
»Geller y Petrosian empataron su primera partida tras jugar solamente 21 movimientos. Se volvieron a encontrar y esa segunda partida duró 18 movimientos. La siguiente, 16, y la última, 18. Keres y Petrosian firmaron tablas tras 17 movimientos en su primera partida, 21 en la segunda, 22 en la tercera y 14 en la cuarta. En esta última partida se pasaron de la raya, ya que aunque firmaron tablas, Petrosian podría haber ganado si hubieran seguido jugando. Como muestro en el diagrama, el rey blanco está atrapado en el centro del tablero y el flanco de dama blanco está terriblemente debilitado. De hecho, el negro ganaría en unos pocos movimientos. Pero como jugar un movimiento más lo hubiese hecho demasiado obvio, decidieron firmar tablas en ese mismo instante. (…)
»La actuación de Victor Korchnoi, el cuarto miembro del equipo soviético, es más compleja de analizar. En la primera parte del torneo también empató cada partida que jugó contra los demás rusos. A mitad de torneo hubo un descanso de cinco días, en el que todos fuimos a la Isla de San Martín. Los cuatro rusos estaban prácticamente empatados a puntos en la primera posición y se rumoreaba que cuando volviésemos para jugar la segunda parte del torneo, uno de ellos empezaría a perder ante los demás. Sea lo que fuere que acordaron entre ellos en San Martín, cuando regresamos el juego de Korchnoi se vino abajo abruptamente. Perdió tres partidas en rápida sucesión; primero ante Geller, después ante Petrosian y después ante Keres. (…) Cualquiera puede extraer sus conclusiones de esta secuencia de eventos pero, en cualquier caso, esto revela la ventaja que el equipo ruso tenía sobre los jugadores individuales occidentales. (…)
»A veces, después de sus tablas rápidas, los rusos no se iban a la piscina. Está estrictamente prohibido comentar una partida en progreso, incluso hablar con otros durante el juego. He estudiado bastante ruso como para poder leer sus libros de ajedrez, así que pude entender fácilmente lo que estaban diciendo. Decían que tal o cual movimiento era bueno, y lo decían en ruso, naturalmente. Mi ruso no será el mejor, pero creedme: no estaban hablando del tiempo. (…) Me enfadaba ver cómo podían salirse con la suya. Protesté a los árbitros. Comprobé que seguían saliéndose con la suya. Seguí protestando. Pero para entonces su ventaja se había incrementado hasta el punto en que ya no estaban preocupados, así que fueron dejando de hacer estas cosas»
»Se me ha dicho que esta es una decisión difícil, porque significa que abandono toda esperanza de conseguir el título mundial. La verdad es que mientras continúe el sistema actual, ni yo ni nadie que proceda de un país occidental puede ganar ese título. Así que la decisión no es difícil de tomar, aunque sí resulta difícil de explicar. Es difícil de explicar porque cualquier cosa que yo —u otro jugador occidental— diga sobre el hecho de que los rusos están controlando el ajedrez, parecerá una excusa por no haberlos podido vencer en el Torneo de Candidatos. Cualquiera que haya perdido y discuta por qué no puede ganar el campeonato mundial o por qué el sistema nos impide competir con los rusos en igualdad de condiciones, parecerá estar teniendo una rabieta de mal perdedor. (…)
»En Curaçao fue flagrante. Hubo colusión entre los jugadores rusos. Acordaron de antemano firmar tablas en las partidas donde se enfrentaban entre ellos. Cada vez que empataban se repartían medio punto cada uno. El ganador del torneo, Petrosian, obtuvo 5’5 de sus 17’5 puntos de esta manera. Se consultaban durante las partidas. Cuando yo jugaba contra un ruso, los demás rusos miraban y comentaban mis movimientos aunque yo los estuviese oyendo. Luego intentaban ridiculizar mis protestas ante los árbitros. Jugaban como un equipo. (…) En un editorial del New York Times se dijo que “el sistema para elegir al aspirante puede conducir a posible colusión entre los jugadores soviéticos, ayudando a uno de ellos a ganar el torneo frente a un rival no soviético”. Esto se dijo hace nueve años, cuando yo tenía diez años de edad, así que no creo que se me pueda acusar de ser un mal perdedor por citarlo. (…) En Curaçao había cinco rusos de un total de ocho competidores. El antiguo campeón mundial Mijail Tal se estaba recuperando de una operación de riñón, se puso enfermo durante el torneo y abandonó para ingresar en un hospital, así que no formó parte de los manejos del equipo soviético. Los otros cuatro rusos se iban a nadar por la tarde, se vestían, acudían a las partidas en la Sala de Ajedrez del Hotel Intercontinental, perdían el tiempo durante media hora o así, haciendo unas pocas jugadas rápidas e intercambiando tantas piezas como podían; después se ofrecían tablas mutuamente. “¿Niche?”, preguntaba uno. “¡Niche!”, respondía el oponente. Firmaban sus planillas, cumplían el formalismo de dárselas a los árbitros y después cenaban o volvían a la piscina. (…)
»Geller y Petrosian empataron su primera partida tras jugar solamente 21 movimientos. Se volvieron a encontrar y esa segunda partida duró 18 movimientos. La siguiente, 16, y la última, 18. Keres y Petrosian firmaron tablas tras 17 movimientos en su primera partida, 21 en la segunda, 22 en la tercera y 14 en la cuarta. En esta última partida se pasaron de la raya, ya que aunque firmaron tablas, Petrosian podría haber ganado si hubieran seguido jugando. Como muestro en el diagrama, el rey blanco está atrapado en el centro del tablero y el flanco de dama blanco está terriblemente debilitado. De hecho, el negro ganaría en unos pocos movimientos. Pero como jugar un movimiento más lo hubiese hecho demasiado obvio, decidieron firmar tablas en ese mismo instante. (…)
»La actuación de Victor Korchnoi, el cuarto miembro del equipo soviético, es más compleja de analizar. En la primera parte del torneo también empató cada partida que jugó contra los demás rusos. A mitad de torneo hubo un descanso de cinco días, en el que todos fuimos a la Isla de San Martín. Los cuatro rusos estaban prácticamente empatados a puntos en la primera posición y se rumoreaba que cuando volviésemos para jugar la segunda parte del torneo, uno de ellos empezaría a perder ante los demás. Sea lo que fuere que acordaron entre ellos en San Martín, cuando regresamos el juego de Korchnoi se vino abajo abruptamente. Perdió tres partidas en rápida sucesión; primero ante Geller, después ante Petrosian y después ante Keres. (…) Cualquiera puede extraer sus conclusiones de esta secuencia de eventos pero, en cualquier caso, esto revela la ventaja que el equipo ruso tenía sobre los jugadores individuales occidentales. (…)
»A veces, después de sus tablas rápidas, los rusos no se iban a la piscina. Está estrictamente prohibido comentar una partida en progreso, incluso hablar con otros durante el juego. He estudiado bastante ruso como para poder leer sus libros de ajedrez, así que pude entender fácilmente lo que estaban diciendo. Decían que tal o cual movimiento era bueno, y lo decían en ruso, naturalmente. Mi ruso no será el mejor, pero creedme: no estaban hablando del tiempo. (…) Me enfadaba ver cómo podían salirse con la suya. Protesté a los árbitros. Comprobé que seguían saliéndose con la suya. Seguí protestando. Pero para entonces su ventaja se había incrementado hasta el punto en que ya no estaban preocupados, así que fueron dejando de hacer estas cosas»
El artículo cayó como una verdadera
bomba en los medios y marcaba oficialmente el inicio de la guerra entre
Bobby Fischer y sus antiguos ídolos, los ajedrecistas soviéticos. No era
exactamente un enfrentamiento personal —Fischer tenía buena relación
con varios de ellos—, pero sí una guerra deportiva y mediática muy
encarnizada. A partir de ese instante Bobby nunca dejó de atacar al
ajedrez soviético. En la URSS, desde luego, se afanaron en calificar el
artículo como una rabieta de mal perdedor. La imagen oficial de Bobby en
la prensa de Moscú empezó a cambiar: del simpático chaval de origen
humilde se pasó a describir al típico niñato americano malcriado que no
conseguía aceptar el haber sido derrotado. El entrañable genio heredero
de la escuela soviética se había convertido repentinamente en el enemigo
deportivo número uno de Moscú. En el resto del mundo, en cambio, el
artículo resultó muy polémico pero no fue considerado un completo
disparate. Cierto es que algunas de las acusaciones —como las vertidas
contra Korchnoi— se les antojaron exageradas a casi todos los
especialistas. De hecho, años después Korchnoi se convertiría en un
disidente de la URSS y también se enfrentaría agriamente a la maquinaria
soviética, incluso más agriamente que el propio Fischer, pero aun así
siempre negó que en Curaçao le hubieran dado órdenes para dejarse ganar
(en cambio, sí dio a entender que Fischer tenía razón en el asunto de
las tablas pactadas). Con exageraciones o no, la parte del artículo en
la que Fischer sospechaba que había demasiados empates inexplicables
parecía sorprendentemente ajustada a la realidad. Efectivamente, las
partidas entre los rusos habían sido excesivamente cortas y algunas de
las tablas firmadas parecían injustificadas. Se detectaba una clara
ausencia de afán competitivo cuando los soviéticos jugaban entre sí.
Cuando Fischer describía la escena de los tres rusos terminando sus
enfrentamientos rápidamente para repartirse el punto y seguidamente
relajarse en la piscina del hotel mientras los demás participantes
tenían que seguir esforzándose en sus propias (y largas) partidas, no
estaba diciendo tonterías. Parecía haber claros indicios de que decía la
verdad.
Una vez la bomba de Fischer hubo
explotado, se sumaron nuevas voces a la acusación: muchos ya habían
pensado que el sistema del Torneo de Candidatos favorecía claramente a
los soviéticos, quienes siempre se presentaban en mayoría y utilizaban
esa superioridad numérica en su favor, jugando como un equipo y
barriendo para casa con el reparto de puntos. Samuel Reshevsky ya había
sufrido estos manejos años atrás —así lo expresó en sus memorias— y
aunque no había reaccionado con la fiereza de Fischer, también había
visto reducidas sus posibilidades de aspirar al título mundial en una
época donde algunos lo consideraban un rival con el potencial necesario
para realizar la hazaña. La prensa ya había expresado sus sospechas más
de una vez en el pasado, pero el asunto jamás había alcanzado semejante
relevancia porque ningún ajedrecista había alzado la voz de esa manera.
Ahora, muchos que habían guardado silencio se sumaban a la controvertida
opinión de Bobby. Ante el escándalo organizado, la federación
estadounidense presentó una protesta en la FIDE, la Federación
Internacional de Ajedrez. El tema fue debatido y pese a la considerable
influencia soviética se llegó a la conclusión de que el Candidatos era
efectivamente un torneo injusto. Se tomó una decisión drástica: en
futuras ediciones se celebraría como una serie de eliminatorias
individuales y no como un “todos contra todos” en el que los soviéticos
pudieran pactar empates que los beneficiaran mutuamente (además, en un
match individual, los resultados dudosos o las renuncias deliberadas a
competir se detectan mucho más fácilmente). Bobby Fischer había
terminado saliéndose con la suya y el formato del Mundial terminaría
cambiando a raíz de un artículo escrito por él. Casi nada. Como
decíamos: cuando el huracán Fischer soplaba, pocas cosas quedaban en
pie.
Pero incluso con su parte de razón,
aquel artículo fue una de las muchas cosas que contribuyeron a generar
la imagen pública de un Fischer egocéntrico y controvertido. No era la
primera vez que su actitud o sus declaraciones resultaban polémicas, ni
mucho menos sería la última. Aquello marcaría una tendencia habitual en
la carrera del joven Bobby: resultaba difícil separar la parte de razón
que pudiera tener de aquella otra parte de exageraciones que también
solía incluir en sus razonamientos. Incluso cuando no eran
exageraciones, expresaba sus puntos de vista con tanta vehemencia que su
franqueza que solía bordear lo brutal y resultaba difícil de aceptar
para muchos. Bobby rara vez —por no decir nunca— medía sus palabras. Los
conceptos como “diplomacia” o “tacto” no iban con él. Así, para la
prensa y el mundo del ajedrez en general, resultaba imposible concederle
la razón del todo aun cuando la tuviese.
El advenimiento de l’enfant terrible
Un buen ejemplo: el año anterior se
había organizado un match extraoficial para enfrentar a los dos mejores
jugadores de EEUU. Por un lado estaba el veterano Samuel Reshevsky y por
el otro Bobby Fischer. Fue un enfrentamiento muy publicitado entre dos
antiguos niños prodigio, donde se ofrecía un suculento premio para el
ganador: una buena cantidad de dinero en metálico aportada por Jacqueline Piatigorsky,
heredera de la famosa familia de banqueros Rothschild. Aficionada al
ajedrez, dama de alta alcurnia con ínfulas aristocráticas y esposa de un
famoso concertista de violonchelo, madame Piatigorsky era la principal
mecenas del ajedrez estadounidense. Era tan importante su papel en un
país donde el deporte de las sesenta y cuatro casillas no recibía ayudas
oficiales, que prácticamente ningún jugador estadounidense osaba
llevarle la contraria, sabiendo lo mucho que su patronazgo significaba
para todos ellos. Ninguno… excepto Bobby Fischer, claro.
Ambos jugadores establecieron sus
condiciones para jugar el match. Reshevsky, que era judío ortodoxo,
impuso el no tener que jugar desde la puesta de sol del viernes hasta la
del sábado, lo cual era una cláusula ya habitual cuando él participaba
en competiciones. Por su parte, a Fischer no le gustaba jugar por las
mañanas, así que las partidas tendrían lugar por la tarde (horario
habitual, por otro lado). El match ya comenzó de manera tensa con serios
roces entre los dos jugadores, como cuando Fischer llamó a Reshevsky
“cobarde sin ética” al considerar que había aplazado una partida
indebidamente. Después de aquello, ambos ajedrecistas se retiraron la
palabra y ya únicamente se veían ante el tablero; incluso había que
trasladarlos al recinto por separado. El periodista especializado en
ajedrez Jerry Hanken contaba una curiosa anécdota: en
una de las partidas, Fischer tenía una posición superior y el punto de
la victoria prácticamente en el bolsillo. Pero no acertó con la jugada
ganadora y pronto se dio cuenta de que Reshevsky había conseguido
igualar el juego. Forzado a acordar unas tablas, parece que Fischer las
ofreció de manera más bien peculiar, murmurando: “You bastard!”. Sea
cierto o no, sí es verdad que aquel match supuso el inicio de una
vitriólica rivalidad entre los dos ajedrecistas más importantes de los
EE. UU. Pero todavía sucedió algo más peliagudo: cuando se llevaban
disputadas once partidas y el marcador arrojaba un muy tenso empate, la
señora Piatigorsky decretó que la siguiente partida, a celebrar en
domingo, debía adelantarse a la mañana. Por la tarde ella tenía que
acudir a un concierto de su marido, así que se modificaba el horario
para que pudiese estar presente en ambos eventos. Reshevsky accedió: la
Piatigorsky era la que ponía el dinero y por tanto la que mandaba; a él
le daba lo mismo levantarse temprano un domingo para jugar.
Pero Fischer entró en cólera. No le
gustaba madrugar, algo bien sabido en el mundillo. Pero además aquel
cambio de planes le pareció una falta de respeto. Arguyó que él se había
comprometido desde un principio a jugar por las tardes, así que aquel
domingo también jugaría por la tarde… o no jugaría. La gente que lo
rodeaba intentó hacerlo claudicar: ¡no se podía desafiar a madame
Piatigorsky! De ella dependían muchos eventos ajedrecísticos del país,
¿por qué enfurecerla gratuitamente? ¿Qué más le daba a Bobby jugar por
la mañana aunque solamente fuese una vez en su vida, con tal de no
ponerse en contra a la principal mecenas del país? Se arriesgaba a que
madame Piatigorsky le retirase toda futura ayuda o que dejase de
invitarlo a los torneos que financiaba. Pero para Fischer no existían
los términos medios: si consideraba que tenía razón, tenía razón. Y
punto. Le importaba un pimiento quién fuese la señora Piatigorsky: él no
estaba dispuesto a madrugar para satisfacer el capricho de una
ricachona. Por más que en sus entrevistas de entonces Bobby mostrase una
especie de fascinación hacia la aristocracia —fascinación que por
cierto era mutua— su fuerte carácter y su orgullo le impedían ejercer
como “ajedrecista de cámara”. En resumen, dado que madame Piatigorsky
siguió con su plan de adelantar la partida para acudir al concierto,
Fischer se negó a presentarse. La mañana de aquel domingo, Samuel
Reshevsky se sentó ante el tablero… y en el otro lado había una silla
vacía. Ganó el punto por incomparecencia del rival. Fischer tampoco se
presentó en las partidas posteriores. Cuando la segunda parte del match
se trasladó de Los Angeles a Nueva York, resultó que Bobby ni se había
molestado en subir al avión. Aquella obstinación tan típicamente suya
terminaría haciéndose legendaria.
Como respuesta a la desaparición del
insurrecto genio, madame Piatigorsky dio por terminado el match y
consideró vencedor a Reshevsky, quien se llevó el primer premio por
incumplimiento contractual de Fischer. Pese a los desesperados intentos
de su entorno, Bobby no se había bajado del burro aunque aquello le
costase renunciar a una buena cantidad de dinero. Jamás cambió su
postura al respecto de aquel match… y hay que decir que en su momento
bastantes ajedrecistas le dieron la razón. Fischer no había sido el
primero en inclumplir el contrato. Es más, unos años después fue madame
Piatigorsky quien reconocería tácitamente que Bobby estaba en lo cierto,
accediendo a darle el dinero que le debía a cambio de que jugase en
otro de los torneos que ella organizaba. Pero Fischer se lo había jugado
todo, como de costumbre cuando consideraba que tenía razón, a expensas
de poder perder dinero y oportunidades.
No fue el único encontronazo de Fischer
con los mecenas aristocráticos. Le gustase o no, él no dejaba de ser un
proletario de Brooklyn con un sistema de valores en el que había poco
sitio para las sutilezas palaciegas. Como cuando el príncipe Rainiero de Mónaco organizó un torneo de ajedrez. Muy aficionado al ajedrez y además casado con una americana, la actriz Grace Kelly,
el príncipe dijo que invitaría a tres jugadores estadounidenses a jugar
un torneo en Mónaco, a condición de que uno de ellos fuese el famoso
prodigio Bobby Fischer. La federación americana habló con Fischer y éste
accedió a viajar a Europa para participar y ya de paso satisfacer la
curiosidad de los príncipes. Pero Fischer llegó a Mónaco y todo empezó a
parecerle mal: el alojamiento, la comida, la iluminación, la
disposición de la sala y las butacas del público, etc. Sus continuas
exigencias pusieron a los organizadores de los pelos. Fischer ganó el
evento, pero el neoyorquino sacó de sus casillas a Rainiero hasta el
punto de que cuando el príncipe organizó otra competición puso como
condición para invitar a ajedrecistas estadounidenses el que entre ellos
no estuviese Bobby Fischer.
Sin embargo, aquellas exigencias suyas
resultaban muy necesarias para el desarrollo profesional del ajedrez.
Boris Spassky solía llamarle medio en broma, medio en serio, el “jefe
del sindicato de ajedrecistas”. Debido a esa actitud inflexible con los
organizadores, Bobby quedó como un divo caprichoso en multitud de
ocasiones y la prensa lo retrataba como un individuo inflexible y
maniático. Cosa que a menudo era, podría decirse, pero eso no le quitaba
necesariamente la razón. Cierto es que cuando no le daban lo que pedía
no se molestaba en negociar y sencillamente renunciaba a acudir a una
competición o incluso se marchaba con el torneo ya empezado. Sin
embargo, fue así, con esa actitud irreductible, como se convirtió en el
auténtico creador de la moderna figura del jugador profesional, algo que
ha señalado entre otros Garry Kasparov en multitud de ocasiones.
Muchos Grandes Maestros han reconocido que los ajedrecistas
profesionales deben mucho a las constantes peleas de Fischer por obtener
mejores condiciones, más comodidades y más dinero cada vez que acudía a
un evento. Fischer dio la cara sin importarle la opinión que aquella
actitud pudiera despertar en los demás. Era escasamente diplomático en
sus formas, pero consiguió un estatus para su profesión que quizá nunca
se hubiese alcanzado sin él.
No obstante, este importante papel
reivindicativo tenía un reverso. El joven Fischer peleó por la
dignificación del ajedrecista profesional, sí, pero en otros ámbitos sus
opiniones resultaban a menudo discutibles. Por ejemplo, consideraba a
las mujeres ineptas para el ajedrez, algo que expresó en una polémica
entrevista concedida a la revista Harper’s Magazine cuando rondaba la veintena. Aunque Fischer era amigo de Lisa Lane,
campeona femenina de los EE.UU. y que había alcanzado bastante
celebridad porque su fotogenia había contribuido a hacerla aparecer en
portada de Sports Illustrated, desestimaba el ajedrez femenino y
decía que las jugadoras de su país eran “todas como peces, aunque puede
decirse que Lisa Lane es la mejor pez de todas”. Aseguraba que podría
darle ventaja de un caballo a cualquier mujer del mundo y aun así
vencerla. Aunque tras la publicación de la entrevista Fischer protestó
porque decía que sacaba algunas de sus afirmaciones de contexto —y si él
lo decía probablemente era cierto, ya que nunca se retractaba de nada
ni siquiera cuando levantaba escándalo— en lo referente a la debilidad
de las mujeres como ajedrecistas se reafirmó aquel mismo año en
televisión.
En su descargo, por una vez, cabe decir
que a principios de los sesenta no era aquella una idea exclusivamente
suya, ni mucho menos. El problema era más bien que él la expresaba sin
demasiadas cortapisas, como cuando decía echar de menos aquellos clubes
de ajedrez del siglo XIX en los que las mujeres no tenían permitida la
entrada. Muchos pasaban por alto aquellos deslices mediáticos de Fischer
dada su juventud y su desigual formación, pero eso no impidió que
pronto se ganase fama de misógino. De hecho, en una entrevista
televisiva concedida aquel mismo año le preguntaron si se consideraba
misógino. Fischer, algo avergonzado, respondió: “perdón, no sé lo que
significa esa palabra”. El entrevistador le reformuló la pregunta:
“¿odias a las mujeres?”, y Fischer se apresuró a negarlo, diciendo que
opinaba que el lugar de las mujeres estaba en el hogar cuidando de los
hijos, pero que eso no significaba que las odiase. Aun así, el Fischer
veinteañero con su carácter peculiar todavía no era el Fischer
extremista de sus últimos años, ni muchísimo menos. Como decíamos, la
suya no era una opinión poco común en aquella época, por más que pudiese
llamar la atención que alguien la expresara tan abiertamente en los
medios de comunicación. Tampoco tendría mucho sentido rebuscar como
hicieron algunos en su difícil relación con su madre para explicar un
punto de vista machista que no resultaba inhabitual en 1963. Muchos años
más tarde, bastantes después de su retirada, Fischer tendría tiempo de
comprobar que podía haber mujeres con un nivel de ajedrez portentoso,
como cuando conoció a Judit Polgar: fue precisamente la húngara
—mejor ajedrecista femenina de la historia, que ha llegado a competir en
la competición masculina hasta ocupar el 8º lugar de los rankings— la
que rompió el récord de Fischer al obtener el título de Gran Maestro
también a los quince años, pero con unos meses menos.
En realidad, el problema con el joven
Fischer no era únicamente lo que decía (a diferencia de sus últimas
épocas, donde sí llegó a soltar auténticas barbaridades) sino cómo,
cuándo y dónde lo decía. Todavía no había rastro de fanatismo político
en él, pero tampoco de tacto. Si pensaba algo, lo decía. Para bien y
para mal. Gustase o no gustase. Así de simple. Y así se mantendría
durante el resto de su carrera deportiva, antes de su enigmática
desaparición.
El genio de personalidad indescifrable
Precisamente esa relación de Fischer con
las mujeres fue durante bastantes años objeto de elucubraciones de lo
más pintoresco, porque la información que se filtraba al respecto era
más bien poca. Bobby guardaba su vida privada con un tremendo celo:
nunca hablaba públicamente de su madre, ni de su hermana, ni de su padre
ausente. Mucho menos de su relación con el sexo opuesto. Por aquel
entonces no poca gente —la menos informada de entre la audiencia
general— rumoreaba que Fischer podía ser asexual, como una especie de
autista de baja intensidad, pero en el mundillo se sabia perfectamente
que no solamente no era asexual sino que le atraían mucho las mujeres.
Cierto es que durante sus periodos de competición o entrenamiento —es
decir, casi siempre hasta 1972— se mantenía alejado de ellas para no
perder la concentración, pero todos quienes le conocían de cerca sabían
bien de sus inclinaciones. En los actos públicos no podía ocultar su
contento cada vez que había chicas guapas cerca y dicen sus amigos de
entonces que solía tener bastante buen gusto.
Eso sí, su personalidad no ponía las
cosas fáciles a la hora de mantener un noviazgo normal. Aunque Fischer
despertaba interés entre las féminas, ya que además de su creciente fama
estaba bastante alejado del estereotipo de ajedrecista viejo, o bajito y
con gafas —por el contrario, rondaba el metro noventa de estatura y era
muy atlético— no resultaba nada fácil acercarse sentimentalmente a él.
Algunos de sus más antiguos amigos cuentan anécdotas bastante
ilustrativas al respecto, que van desde lo gracioso a lo casi
conmovedor. Una vez, a los diecinueve años, estaba en la playa con un
amigo cuando vio a una chica tomando el sol. La chica era bastante guapa
y Bobby se interesó por ella, así que se acercó presentándose así: “Soy
Bobby Fischer, el gran jugador de ajedrez”. Ella no tenía ni idea de
quién era él —que por entonces era famoso pero no universalmente
reconocido—, sin embargo no pareció molesta por el acercamiento, así que
Bobby decidió seguir conversando. Cuando notó que la chica hablaba con
acento, le preguntó “¿de dónde eres?”. Ella le dijo que era de Holanda, y
entonces Bobby respondió hablando del personaje holandés que más
presente tenía: “ah, entonces ¿conoces al doctor Max Euwe,
antiguo campeón mundial?”. La chica volvió a quedarse en blanco… y
Fischer, pensando que allí habían terminado sus temas de conversación,
se encogió de hombros, se dio la vuelta y sencillamente se marchó.
Años más tarde, la fama le haría
innecesarias estas presentaciones porque todo el mundo ya sabía quién
era, pero su personalidad desconfiada le hacía pensar que muchas mujeres
se acercaban a él precisamente por ser una celebridad. En privado, ante
sus mejores amigos, solía quejarse de ello. No se conoce que por
entonces fuese más allá de relaciones esporádicas, aunque hay constancia
de que en alguna ocasión se lo vio acompañado. Podía proyectar la
imagen de alguien muy seguro de sí mismo en lo tocante al ajedrez, pero
sentimentalmente era alguien muy diferente. No parecía confiar lo
suficiente en nadie como para iniciar una relación seria y además estaba
demasiado ocupado con el ajedrez, al que se dedicaba con una disciplina
monástica por largas temporadas. En esas condiciones, se antojaba
difícil emparejarlo. Otra significativa anécdota: uno de sus amigos
decidió invitarlo a cenar para organizar un encuentro casual con
una amiga de su esposa, que estaba interesada por conocerlo. Siendo una
persona cercana a la pareja que lo invitaba a cenar, pensaron que Bobby
quizá la vería con otros ojos y le resultaría más fácil abrirse a ella.
Fischer y la chica parecieron llevarse bien durante la cena hasta el
punto de que, al terminar, ella misma le ofreció acompañarlo a su casa
en automóvil. Se marcharon juntos. Al día siguiente, su amigo indagó
acerca del final de la velada, pero Fischer respondió que no estaba
interesado en la chica. “¿Por qué? ¿No te gustaba?”. “Sí, era guapa”.
“¿Y entonces?”. “Creo que sólo le gusto porque soy Bobby Fischer”.
“Tenía
algunos problemas personales, y empecé a escuchar a un montón de
predicadores radiofónicos. Los escuchaba cada domingo, todo el día,
cambiando de emisora una y otra vez. Así que escuché a todos aquellos
tipos que hablaban los domingos. Y entonces oí al señor Armstrong, y
dije: Ah, supongo que Dios finalmente me ha enseñado al elegido” (Bobby
Fischer, sobre su conversión al cristianismo)
Más preocupantes eran sus escarceos con
la religión. Aunque provenía de una familia de origen judío, su madre
era de izquierdas y no demasiado religiosa. Así que durante parte de su
adolescencia, hasta cumplir la veintena, el propio Bobby se había
declarado abiertamente ateo, considerando la idea de un dios personal
como una “puerilidad”. Por ejemplo, solía citar a Nietszche en
esa misma línea. Sin embargo, con el ascenso a la fama —y según él mismo
a causa de “algunos problemas personales”— empezó a interesarse por
unos sermones radiofónicos que lo hicieron caer en brazos de una
organización evangélica de tintes sectarios llamada Iglesia de Dios,
dirigida por un tal Garner Ted Armstrong. Repentinamente
convertido al cristianismo fundamentalista, empezó a desviar una parte
nada desdeñable de sus ganancias hacia aquella organización y seguiría
haciéndolo hasta principios de los setenta. Además, a raíz de su nueva
afiliación como Adventista del Séptimo Día, también empezó a observar
ciertas normas bíblicas como la de no jugar ajedrez en sábado. Para
muchos, aquello era un rasgo más de excentricidad en un personaje que no
parecía tener demasiadas facetas convencionales. Para otros, la súbita y
extrañísima conversión era una forma inquietante de intentar cubrir sus
carencias afectivas. Sea como fuere, ver mezclado en semejante culto
religioso al hasta entonces ultra pragmáticoBobby Fischer no parecía una
señal tranquilizadora. La prensa de la época, sin embargo, solía
considerar de mal gusto cuestionar las creencias religiosas de un
personaje pñúblico, así que la nueva fe adventista de Fischer era
tratada con cautela. Sería él mismo quien se desengañase de la
organización de Armstrong bastantes años después.
Sin pretenderlo, debido a su particular
conducta, Fischer se convirtió en objeto de observación y estudio por
parte de los medios de comunicación. Era un personaje ideal en torno al
que comentar y debatir: el prototipo de genio joven que había llegado a
estar en la cumbre de su campo pero que parecía mostrar excentricidades
sorprendentes o incluso evidentes lagunas en otras facetas de su vida.
Al analizar su siempre inesperada forma de comportarse, nadie sabía
trazar exactamente la línea entre lo que era producto de su inmadurez,
resultado de las carencias de su existencia anterior o sencillamente una
manifestación del capricho del momento. Por entonces aún no mostraba
los síntomas paranoicos de sus últimos años, pero desde luego no era un
individuo del montón y a la prensa le encantaba intentar
psicoanalizarlo. Fue precisamente aquella personalidad imprevisible la
que le impidió aspirar al título mundial hasta 1972. Porque durante el
resto de los años sesenta dejó pasar varias oportunidades de poder
asaltar la corona, por motivos más bien difíciles de asimilar si no se
era el propio Bobby Fischer. En los años venideros, nadie comprendió
demasiado bien por qué alguien para quien el ajedrez lo era todo
arruinaba una ocasión tras otra de alcanzar el más preciado título. Tan
pronto renunciaba a acudir a un torneo sin dar demasiadas explicaciones
como abandonaba repentinamente… ¡cuando estaba clasificado en primer
lugar! En la próxima entrega repasaremos las diversas ocasiones
inexplicables —aunque para él siempre había un motivo— en que dejó
escapar la posibilidad de convertirse en campeón mundial, además de
otras diversas situaciones en que, para bien o para mal, se empeñaba en
dejar atónito a todo el mundo. Ya fuese jugando como un genio u
organizando trifulcas como un demonio. (Continúa)
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