Bobby Fischer: la infancia del pequeño diablo (I)
Mediados de los años cincuenta. Una
pareja de chavales camina por las calles de Nueva York. En mitad del
ajetreo urbano nadie repara en su presencia. Los transeúntes, los
policías, los trabajadores de las obras públicas; cualquiera que se
cruce con ellos ve solamente a dos adolescentes —porque eso es lo que
son, sólo dos chicos de trece años— pero poco pueden sospechar que uno
de ellos se convertirá, en el transcurso de un par de años, en uno de
individuos más famosos del país. Y al cabo de algunos años más, en una
de las mayores celebridades de todo el planeta. Es el más delgadito, de
cabello castaño, vestimenta humilde y aspecto ligeramente desaliñado. Se
llama Robert James Fischer y está a punto de irrumpir
en la Historia cuando aún no tenga edad para afeitarse; el mundo, de
hecho, lo conocerá para siempre con el diminutivo de “Bobby”.
Los dos chiquillos que deambulan juntos
por las abarrotadas aceras son amigos y comparten una misma pasión: el
ajedrez. Se han conocido participando en diversos torneos juveniles y
cada vez que se encuentran suelen pasar bastante tiempo juntos. Uno de
ellos se acaba de trasladar desde California hasta Nueva York, porque es
la meca ajedrecística de los Estados Unidos. El otro, Bobby, ha crecido
en esta misma ciudad, donde ya es un habitual en los clubes de ajedrez.
De hecho suele saltarse las clases del colegio para poder participar en
los torneos.
Este día, un día de primavera de 1956,
se dirigen al sur de Manhattan. Nueva York es una metrópolis inmensa,
pero el mundo de los dos jovenzuelos —el microcosmos del ajedrez— es
relativamente pequeño, repartido a lo largo de unas cuantas calles.
Cerca de la 5ª Avenida, casi camuflado en una tranquila entrada de
semisótano, está el Marshall Chess Club, uno de los clubes de ajedrez
más importantes de la ciudad, que es a donde hoy se dirigen. A unas
pocas calles del club está el parque de Washington Square, donde suelen
reunirse ajedrecistas de toda índole para echar unas partidas al aire
libre; también allí se ha dejado ver el joven Bobby bastante a menudo.
Un par de manzanas más allá, prácticamente a la vista del parque, se
levantan varias legendarias tiendas de material ajedrecístico, como el
Chess Forum, que es probablemente uno de los comercios más bonitos del
mundo aunque sólo sea por lo que contiene tras sus coquetos escaparates;
o el Village Chess Shop, donde a veces podemos ver a gente jugando en
mesas situadas junto a la puerta del local como si fuese la terraza de
un café. Los dos escolares transitan, pues, por el auténtico corazón del
ajedrez neoyorquino. Caminan en silencio. De repente, uno de ellos —que
ha estado reflexionando durante un rato— parece tener un momento de
revelación sobre su futuro. Su juego ha estado mejorando en los últimos
meses de manera considerable, sí, pero ahora su mirada va más allá y
siente que ante él se ha abierto una nueva puerta. Todavía no ha
cumplido los catorce años pero puede notarlo: está hecho para la
grandeza. Así lo recordaba después su acompañante y amigo de la
infancia, Ron Gross:
“Bobby y yo nos hicimos amigos.
Solíamos vagabundear juntos por la ciudad. A veces íbamos al club
Marshall para jugar un torneo de partidas rápidas, cosas por el estilo.
Un día nos dirigíamos juntos a Manhattan porque ambos participábamos en
un pequeño torneo temático sobre la apertura Ruy Lopez. De repente,
Bobby dijo:
— ¿Sabes qué? Puedo ganar a todos esos tipos.
Yo creí que hablaba de la gente del
torneo en que estábamos participando y pensé que lo que estaba diciendo
era una perogrullada. No era un torneo muy fuerte y de hecho ambos
habíamos ganado todas nuestras partidas hasta el momento. Pero él no se
refería a eso. Él se refería a que podía vencer a cualquiera’ en los
Estados Unidos. Y a finales de ese mismo año, eso es precisamente lo que
hizo”
El hijo de una enfermera
Regina Fischer era una
mujer muy particular. Nació en Suiza, aunque su familia emigró después a
los Estados Unidos, donde se hizo ciudadana estadounidense. Muy
inteligente e inquieta, había estudiado medicina en la Unión Soviética
—además del inglés, hablaba con fluidez ruso, alemán, francés, español y
portugués… que se sepa— y mientras vivía en Europa se casó con el
físico alemán Hans Gerhardt Fischer, con quien tuvo una hija, Joan.
Cuando Hans la dejó, Regina volvió a los Estados Unidos para trabajar
dando clases o como enfermera; poco dada a la monotonía, solía cambiar
de residencia a menudo. Cuando nació su segundo hijo estaba en Chicago y
como hoy sabemos ya no vivía con Hans, aunque este era oficialmente su
marido todavía y a causa de ello durante muchos años se atribuyó al
alemán la paternidad de Bobby. Por entonces, en realidad, Regina se
relacionaba con otro físico, el húngaro Paul Nemenyi,
un simpatizante comunista que solía dejar atónitos a quienes se cruzaban
en su camino por su prodigiosa inteligencia. Nemenyi había ganado la
medalla nacional de matemáticas siendo un adolescente en Hungría, tenía
al parecer una memoria fotográfica y destacaba especialmente en pruebas
de medición de razonamiento espacial, curiosamente una de las cualidades
básicas para un buen jugador de ajedrez. En 1942, cuando el futuro
fenómeno Bobby vino al mundo, Nemenyi era la pareja de Regina Fischer.
Así lo testimonian incluso papeles del FBI: la policía vigilaba a la
mujer porque era una entusiasta activista de la izquierda, de la que
incluso se sospechaba —sin fundamento, en realidad— que podía ejercer
como espía para los rusos.
La verdadera ascendencia de Bobby, pues,
siempre fue un asunto confuso. Recibió el apellido Fischer y en su
pasaporte constaba el alemán Gerhardt como su progenitor legal. Si Paul
Nemenyi era su padre, como parece probable por la circunstancias —e
incluso por un cierto parecido físico entre ambos— Regina Fischer nunca
lo declaró abiertamente y mantuvo el dato en secreto. Cabe recordar que
hablamos de los años cuarenta y ella seguramente pensó que convenía
registrar al niño como fruto de una pareja todavía legalmente
reconocida, no como el hijo natural de un simpatizante comunista húngaro
con quien no estaba casada. ¿Quién fue el padre de Bobby Fischer? Quizá
nunca lo sepamos con total certeza y la única prueba concluyente sería
la genética. De todos modos, resulta difícil pensar que no fuese hijo
biológico de Paul Nemenyi, por todo lo que sabemos sobre la vida de
Regina Fischer. Lo que con seguridad nunca averiguaremos es si el propio
Bobby conocía la verdad sobre quién era su verdadero progenitor.
Probablemente sí, pero durante su vida raramente se pronunció acerca de
sus asuntos personales y menos sobre las difíciles circunstancias
familiares y económicas de su infancia. La única declaración pública al
respecto que llegó a hacer se limitaba a un escueto resumen de la
versión oficial:
“Mi padre abandonó a mi madre cuando
yo tenía dos años. Nunca lo he visto. Mi madre sólo me ha dicho que se
llamaba Gerhardt y que era de origen alemán”
Ni él, ni su madre, ni siquiera su
hermana Joan arrojaron nunca demasiada luz sobre este tema. Existen
versiones contradictorias que proceden de diversas fuentes relacionadas
con la familia, pero resulta difícil saber con seguridad cuánto de
verdad hay en cada una de ellas. Lo que sí sabemos es que cuando Bobby
tenía cinco años, Regina, siempre inquieta, dejó Chicago y se trasladó
con sus hijos a Nueva York… sola, lo cual indica que seguramente también
había terminado rompiendo su relación con Nemenyi. Si intentamos
componer un cuadro completo de lo que afirman todas esas versiones
—aunque a veces choquen entre sí— parece ser que Paul Nemenyi podría no
solamente ser el padre, sino que quizá incluso enviaba dinero a Regina
Fischer con regularidad, a modo de pensión alimenticia oficiosa
(legalmente no estaba obligado, claro) porque se consideraba el padre de
la criatura. También parece, si hacemos caso a otros testimonos
cercanos a Nemenyi, que el físico visitaba ocasionalmente al pequeño
Bobby, sacándolo de paseo como lo haría una especie de tío adoptivo,
pero sin hacerle saber que realmente era su padre. Otros aseguran que el
húngaro se mostraba muy preocupado por el modo en que Regina Fischer
estaba educando a su hijo, y que llegaba incluso a derramar lágrimas
porque no podía verlo más a menudo ni tener una relación auténticamente
paternal con él. También ha habido personas cercanas al entorno de Joan,
la hermana mayor de Bobby, que aseguran que ella dijo en alguna ocasión
“Bobby y yo tenemos padres distintos”. Todo esta información, a menudo
difícil de comprobar pero que más o menos encaja en un mismo marco —el
de la paternidad de Nemenyi— construye un escenario incompatible con la
versión oficial de la familia Fischer, en la que Paul Nemenyi era
ignorado y Hand Gerhardt Fischer era públicamente recordado como el
padre biológico del famoso ajedrecista.
Y según cuentan otros, cuando Nemenyi
murió —Bobby tenía nueve años— el niño preguntó por su prolongada
ausencia y fue entonces cuando su madre, supuestamente, le respondió: “¿No lo sabías? Él era tu padre”.
No cabe duda de que Bobby Fischer ha
sido uno de los personajes más psicoanalizados —a distancia, eso sí— de
todo el siglo XX y es posible que de toda la Historia, así que
frecuentemente se ha elucubrado sobre lo que pudo suponer para él la
ausencia de una figura paterna. Durante sus años de gloria, los sesenta y
setenta, aún no existía la idea de que la ausencia de un padre no es
necesariamente determinante para un niño, y que hay otros factores más
importantes en su desarrollo. Sea como fuere, es innegable que todo el
asunto de su origen familiar le dolía; Bobby Fischer siempre se negaba a
hablar de todo aquello que le había traumatizado durante sus primeros
años y el asunto de su ascendencia no fue una excepción.
Bobby, pues, había nacido en Chicago
pero creció como neoyorquino de pro, en un pequeño apartamento de
Brooklyn donde convivían su madre, su hermana mayor y él. El niño
destacó pronto por una aguda inteligencia y sabemos que su madre no
sabía muy bien qué hacer con ello. Era una mujer que quería a sus hijos y
peleaba por sacarlos adelante, pero que probablemente estaba poco
conformada para la maternidad en el aspecto emocional. Descrita
frecuentemente como poseedora de un carácter conflictivo, afectivamente
fría y con cierta tendencia a la paranoia —quizá explicable por el hecho
de que había sufrido vigilancia del FBI a causa de sus ideas— es
posible que no fuese una madre modélica. Además, solía estar todo el día
trabajando para sacar adelante el hogar, algo que generalmente
conseguía muy a duras penas entre no pocas apreturas económicas. Los
Fischer eran realmente una familia débilmente estructurada cuya
existencia lindaba en la pobreza.
Joan y Bobby pasaban bastante tiempo
solos en aquel diminuto apartamento de Brooklyn. Dado que Joan era
cuatro años mayor y no tenían dinero para contratar una persona
encargada de cuidar a ambos hermanos, era la propia niña quien se
ocupaba de cuidar y entretener a su hermanito. Lo cual no resultaba
fácil, ya que el cerebro de Bobby crecía a marchas forzadas, no había
muchas distracciones al alcance por motivos económicos y cualquier
actividad parecía quedársele corta al brillante pequeño. Un buen día,
cuando Bobby tenía seis años, Joan subió a casa con una caja de “juegos
reunidos” que traía de la tienda de caramelos y juguetes situada en el
mismo edificio (a veces se dice que Joan la compró con dinero que le
había dado su madre, y a veces se dice que la recibió como regalo del
dueño de la tienda, que había simpatizado con la pobre condición de los
dos hermanos). Entre otros entretenimientos, aquella caja de juegos
contenía un pequeño tablero de ajedrez junto a un folleto que explicaba
las reglas más básicas del juego. Ambos hermanos disputaron unas cuantas
partidas, pero lo que para Joan era únicamente un pasatiempo fugaz,
para Bobby se convirtió en una verdadera obsesión. Era habitual que
muchos niños prodigio del ajedrez aprendiesen el juego por influencia de
los adultos, ya fuese viéndolos jugar entre ellos o siendo introducidos
a la práctica por sus padres y familiares. Pero Bobby Fischer, en una
circunstancia que resume a la perfección su futura carrera, descubrió el
ajedrez por sí mismo.
La niña pronto se cansó de intentar
seguirle el ritmo a su hermano pequeño y dejó de jugar con él. No porque
ella no fuese también inteligente, de hecho terminó siendo una pionera
de la educación computerizada en la Universidad de Stanford. No había
nadie tonto entre los Fischer. Pero Bobby siguió absorbido por las
sesenta y cuatro casillas, sólo que ahora en solitario porque su hermana
prefería hacer también otras cosas, como cualquier niña normal. De
hecho, la fijación por el ajedrez de Bobby adquirió proporciones casi
patológicas. O eso pensó su madre, que observó bastante preocupada el
proceso y llegó incluso a consultar con un psiquiatra. El médico le
dijo, simple y llanamente, que “el ajedrez no es la peor cosa con la que un niño puede obsesionarse”,
una verdad a medias que, como sabemos, suele esconder la peor de las
mentiras. Quizá hubiese sido conveniente intentar moderar aquella
obsesión. Pero, aparte de la poca habilidad de Regina Fischer como
madre, en aquellos tiempos no existían demasiadas pautas educativas o
psiquiátricas para encaminar hacia una infancia más normal a niños con
estas características tan peculiares. Bobby Fischer no sólo era un niño
superdotado sino que destacaba incluso entre los niños con esa
condición: cuando se midió su capacidad intelectual en la escuela
pulverizó todos los registros archivados en el centro. Durante su vida, y
dejando aparte los tests de inteligencia que solía hacer trizas, Bobby
Fischer nunca fue psiquiátricamente diagnosticado. Sí sabemos por su
conducta que sufrió cierto grado de paranoia en su madurez —paranoia que
quizá estaba, como la de su madre, parcialmente justificada por la
persecución de que estaba siendo objeto— y sobre todo se lo suele citar
como un ejemplo paradigmático del síndrome de Asperger. Dicho síndrome,
una forma leve de autismo, parece encajar con lo que sabemos de su
figura, pero una vez más son todo conjeturas hechas a distancia y hay
otros rasgos que podrían contradecir ese diagnóstico aventurado. Durante
sus años jóvenes, muchas personas de su entorno comentaban las rarezas
de Bobby con simpatía —o con antipatía, según el caso— pero jamás nadie
fue más allá de considerarlo un tipo con una personalidad extremadamente
fuerte y que solía mostrar alguna que otra extravagancia, lo cual
tampoco les resultaba sorprendente sabiendo lo peculiar que había sido
su educación. Lo único cierto, lo que sí sabemos sin dudas, es que
aquella obsesión temprana con las sesenta y cuatro casillas no lo
abandonaría, por lo menos, hasta convertirse en el campeón mundial a los
veintinueve años.
El niño que lloraba cuando perdía una partida
“A los doce años, sencillamente me volví bueno”
El pequeño Bobby sólo parecía interesado
en el ajedrez o en personas que jugasen al ajedrez, y casi cualquier
otro entretenimiento o relación social parecía resultarle indiferente.
Eso no significa que no tuviese aficiones propias de otros niños. Vivía
en Brooklyn, cerca del estadio de béisbol, así que terminó gustándole
bastante aquel deporte. Al parecer acudía ocasionalmente a algún que
otro partido y fue siempre un buen aficionado. También sabemos que se
sintió atraído por la moda del rock & roll y que en años posteriores
desarrolló también una afición hacia el jazz. Por su actividad como
adulto —le gustaba nadar, jugar al tenis, a los bolos, al pinball, etc.—
podríamos deducir que también de pequeño le interesaban estas cosas…
siempre y cuando no se interpusieran entre él y los escaques. El tablero
absorbía la mayor parte de su tiempo y jugaba contra sí mismo una y
otra vez, sin parecer agotarse nunca.
Cuando Bobby tenía ocho años, Regina
Fischer —viendo que no encontraba manera de alejar a su hijo del
ajedrez— optó por intentar encontrar algún otro niño de su misma edad
que compartiese aquella intensa fijación, para que Bobby, al menos, no
estuviese jugando siempre solo. Escribió una pequeña nota en la que
preguntaba si alguna otra madre de la zona tenía un hijo con parecidas
condiciones y la envió a la sección de anuncios de un periódico local de
Brooklyn. Cuando en la redacción del periódico recibieron la nota no la
publicaron, porque no sabían en qué sección incluirla, pero los
trabajadores del diario —bastante sorprendidos por el extraño anuncio—
pusieron a la atribulada madre en contacto con gente del mundo del
ajedrez. Así, Regina Fischer supo que el Maestro Max Pavey
iba a ofrecer una sesión de partidas simultáneas en la ciudad y que
jugaría contra cualquier aficionado que quisiera inscribirse sin
importar la edad; quizá allí Bobby conocería a algún otro niño con el
que compartir afición.
Regina anotó a su hijo en la sesión de
simultáneas. El pequeño Bobby llegó, ocupó su sitio y perdió a las pocas
jugadas. Lloró amargamente por la rápida y fulminante derrota. De
hecho, siempre recordó vivamente aquel momento como un acicate, un
impulso para querer mejorar. Aquel día no conocieron a ningún niño de la
misma edad como Regina pretendía, pero la sesión de simultáneas no
terminó en vano: la insólita presencia de Bobby no pasó desapercibida
entre la gente del mundillo y el presidente del Brooklyn Chess Club, Carmine Nigro,
reparó en la actitud de Bobby y creyó detectar ciertas condiciones en
el niño. Habló con Regina Fischer e invitó a Bobby a anotarse en su
club, donde podría practicar bajo supervisión, conocer a otros niños
ajedrecistas, tener acceso a libros, etc. Él aceptó feliz la posibilidad
de inscribirse en un verdadero club de ajedrez y Carmine Nigro se
convirtió así en el primer entrenador de la vida de Bobby Fischer,
aunque en esencia puede afirmarse que el jugador fue siempre
fundamentalmente autodidacta.
Nigro creía en el talento de su nuevo
pupilo y no era el único, aunque antes de los trece años Bobby no
destacó particularmente en las competiciones, ni siquiera entre el grupo
de jugadores de su edad. Es más, hasta cumplir los doce nunca fue
considerado la mayor promesa de su generación de jóvenes ajedrecistas,
ni mucho menos. No fue un niño prodigio especialmente brillante y su
curva de aprendizaje fue en un principio relativamente lenta, más si
tenemos en cuenta sus enormes condiciones. Sin embargo, en el transcurso
de poco más de un par de años, Bobby Fischer pasó de no llamar la
atención entre los demás chavales de su edad a situarse directamente
entre los mejores ajedrecistas del mundo.
1956 fue el año en que el juego de
Fischer explotó prácticamente desde la nada para hacerlo aparecer por
primera vez en las revistas especializadas sobre ajedrez no sólo de su
país sino de todo el mundo. Y la culpa la tuvo una de sus partidas más
brillantes, la que hoy se suele recordar como “la partida del siglo”.
Cuando cumplió los doce años su juego empezó a progresar
espectacularmente. Su amigo Ron Gross, que por lo general le había
vencido casi siempre que jugaban (“Bobby no era mal perdedor; sólo volvía a poner las piezas sobre el tablero en silencio, era un luchador nato”)
pasó unos meses sin verlo y al reencontrarse ambos comprobó sorprendido
que ahora era Bobby quien le ganaba con facilidad a él. El pequeño
Fischer empezó a escalar rápidamente en los rankings y súbitamente se
convirtió en una promesa a tener en cuenta. Primero se convirtió en el
campeón juvenil de los Estados Unidos con trece años recién cumplidos,
siendo el más joven en conseguirlo hasta entonces… y ningún otro jugador
lo ha vuelto a lograr a tan temprana edad. Arrasó en la competición con
un resultado de +8=1-1, es decir, perdiendo sólo una partida ante
jugadores todos mayores que él.
Después, dada su emergencia como nuevo
talento, pudo participar en un par de competiciones adultas de magnitud
bastante aceptable, los torneos Open de EEUU y Canadá. En ambos obtuvo
posiciones discretas a mitad de la clasificación, pero que resultaban
bastante impresionantes si tenemos en cuenta su edad (sus puntuaciones
finales fueron de 8’5 sobre 10 y 8’5 sobre 12, ¡nada mal para un
treceañero amateur!). Naturalmente, su presencia en estos eventos
despertaba la curiosidad de los demás participantes y de los aficionados
que se habían acercado a seguir las partidas. No todavía hasta el punto
de convertir su figura en objeto de fascinación popular, porque no era
la primera vez —ni sería la última— en que jovencísimas promesas del
ajedrez eran invitadas a estos torneos de cierta categoría. La presencia
de un adolescente en estos torneos no significaba necesariamente algo
especial: muchos “niños prodigio” que habían pasado como invitados por
torneos similares no habían evolucionado adecuadamente y desaparecieron
después sin dejar rastro en el ajedrez adulto. No obstante, sí se
observó que el juego de Fischer era, si bien todavía inmaduro,
apreciablemente más sólido de lo habitual.
Fischer llamaba también la atención por
su figura. Era un muchacho delgado, de aspecto inquieto pero más bien
callado, que mientras se sentaba ante el tablero solía juguetear
nerviosamente con una medalla de identificación médica que su madre
solía hacerle llevar al cuello; aquella manía de dar vueltas a la
chapita metálica entre sus dedos se acentuaba cuando iba perdiendo o se
hallaba ante una posición complicada. Llevaba el cabello cortado a
tijera, evidentemente no por ningún peluquero profesional, y vestía con
ropa visiblemente barata y desgastada. Su origen humilde saltaba a la
vista y eso era algo que, como supimos después, lo avergonzaba bastante.
En el futuro Bobby, al contrario de otras celebridades a quienes les
gusta presumir —con frecuencia exageradamente— de sus duros inicios, fue
muy reacio a hablar de las condiciones más bien precarias en que habían
crecido su hermana y él. Pero gente de su entorno ha afirmado que no
desconocía la experiencia de irse a dormir sin haber tenido apenas nada
que cenar. En la América boyante de los años cincuenta, la figura de
aquel chiquillo desaliñado y humilde de Brooklyn despertaba intensas
simpatías entre los asistentes a los torneos. Su pobreza, unida a su
inmenso talento, lo convertían en un personaje novelesco.
Tras su más que aceptable paso por los
Open de EEUU y Canadá, su posición en los rankings estaba creciendo a
pasos agigantados y eso hizo que lo invitaran a un torneo todavias más
potente: el trofeo Rosenwald, en el que teóricamente sólo obtenían plaza
los doce mejores ajedrecistas del país. La puntuación de Fischer no lo
situaba todavía en ese grupo de privilegio, pero estaba progresando con
tal rapidez que los organizadores decidieron hacer una excepción y
enviarle una invitación especial para asistir al evento. Era la señal
inequívoca de que ahora sí se lo empezaba a considerar algo más que un
adolescente prometedor como cualquier otro. Empezaba a ser visto como un
pequeño fenómeno. Y él iba a responder a esa imagen, y de qué manera.
Fischer no obtuvo una puntuación
demasiado descollante en aquel torneo, lo cual resultaba lógico dado el
alto nivel medio de los participantes. El chaval sólo ganó dos partidas y
obtuvo algunas tablas, un resultado bastante más que digno si tenemos
en cuenta el resto de nombres del plantel. Allí estaba el Gran Maestro Samuel Reshevsky,
un antiguo niño prodigio en Polonia que había huido a los Estados
Unidos para dominar el ajedrez norteamericano y que había sido uno de
los poquísimos jugadores occidentales —si bien occidental de adopción—
que había sido capaz de crearles alguna mínima inquietud a los
todopoderosos ajedrecistas soviéticos. Reshevsky pertenecía a la élite
mundial por derecho propio. También había otros jugadores muy potentes
como Arthur Bisguier, Edmar Mednis o Donald Byrne,
que junto a Reshevsky dominaban el ajedrez estadounidense. Ver a un
chaval de trece años ante aquella constelación de grandes ajedrecistas
nacionales era todo un espectáculo y lógicamente Bobby se convirtió en
la atracción durante la celebración de las partidas: en torno a su mesa
se reunían los demás jugadores, que pasaban frecuentemente a comprobar
cómo le iba al niño. Toda esta interesante novedad se disparó al
infinito y se convirtió en incrédulo asombro gracias a una de las
partidas jugadas por el pequeño Fischer, la partida que anunciaba la
verdadera magnitud de su talento y que aún hoy sigue siendo una de las
más difundidas y citadas de la historia del ajedrez.
En la octava ronda, Fischer se enfrentaba a Donald Byrne, Maestro Internacional y hermano del Gran Maestro Robert Byrne.
Como de costumbre había bastante expectación en torno a Bobby, porque
incluso cuando perdía resultaba obvio que tenía unas condiciones fuera
de lo normal. El chaval de Brooklyn ocupaba una de las últimas
posiciones de la tabla, como era de esperar, pero la relativa solidez de
su juego —al menos considerando su edad y su inexperiencia— había
suscitado ya muchos comentarios altamente favorables entre bastidores.
Sabían que el chico era un diamante en bruto, pero lo que nadie podía
imaginar era lo que iban a presenciar en aquella nueva jornada.
Byrne, que salía con blancas, empezó a
desarrollar sus piezas y durante unos cuantos movimientos jugó con
cierta alegría, mostrándose condescendiente con su rival infantil, algo
de lo que francamente resulta difícil culparle. El maestro renunció a
enrocarse, dejando su rey al descubierto, confiando claramente en que
dada su experiencia podría resolver sobre la marcha cualquier pequeña
dificultad que su jovencísimo rival fuera capaz de plantearle sobre el
tablero. Una actitud imprudente aunque comprensible dadas las
circunstancias… y por la que terminaría pagando un alto precio. Iba a
convertirse en la primera de una larga lista de futuras víctimas del
huracán Fischer. Como decimos, las primeras diez jugadas de la partida
no trajeron nada de particular excepto este detalle de la confianza en
sí mismo de un maestro consagrado frente a un escolar que todavía
llevaba colgando una medallita médica.
Pero tan pronto como en el decimoprimer
movimiento comenzaron las sorpresas inesperadas. Fischer dejó un caballo
indefenso en un extremo del tablero, en lo que a primera vista parecía
un regalo a cambio de nada. Byrne, sin embargo, vio que no podía
capturar la pieza, porque tras analizar el extraño “regalo” se dio
cuenta de que si lo hacía se arriesgaba al desastre. Aquel sacrificio de
caballo que Byrne no podía aceptar sería descrito después por el
campeón mundial Mihail Botvinnik como un “movimiento pasmoso y sensacional” y por el ajedrecista y famoso escritor especializado Fred Reinfeld como “una de las jugadas más poderosas en la historia del ajedrez”. La
maniobra de Fischer, impropia de un niño, hizo que la partida
adquiriese un súbito interés añadido. Apenas habían empezado a jugar y
ya estaban pasando cosas extrañas sobre aquel tablero. Aquel chico sabía
tender trampas demoníacas tan intrincadas como las de un maestro
adulto. El talento de Fischer estaba gestando su propio Big Bang.
En las jugadas siguientes, Fischer
comenzó a organizar un ataque que para los espectadores de la partida
parecía tan inconexo e incierto como intrigante. El niño logró su
objetivo inicial de impedir que Byrne se enrocase para proteger a su
rey. Si la undécima jugada, aquel sacrificio de un caballo, ya había
despertado asombro y había regalado a los presentes un momento de
espectacularidad digna de Hollywood, lo que estaba a punto de suceder
iba a desbordar las posibles expectativas no ya de los asistentes al
torneo, sino del mundo del ajedrez en pleno. Conforme avanzaba la
partida, metido en inesperados problemas cuya naturaleza no acababa de
entender, Byrne se esforzaba por defenderse del difuso pero amenazante
plan de su insignificante adversario. Amenazó la dama de Fischer,
pensando —como lo pensaban todos en la sala— que cualquier jugador, y
muy especialmente un aficionado tan joven, haría cualquier cosa por
salvar a la más valiosa de sus piezas ofensivas.
Pero con su dama en peligro ante un
maestro consagrado, el ajedrecista que aún iba al colegio hizo algo que
en aquel mismo instante nadie excepto él pudo entender. Renunciando a
salvar a su dama como hubiera sido de esperar, movió un alfil en una
jugada que a primera vista no tenía mucho sentido, iniciando una de las
combinaciones más famosas de la historia del ajedrez (y teniendo en
cuenta de quién provenía y cuál era su edad, también una de las más
geniales). Era tal la profundidad de la jugada, que ni siquiera los
maestros que contemplaban el juego pudieron captarla en el primer
instante. Los jugadores presentes intercambiaron miradas de perplejidad y
decepción: ¡qué lástima! El chaval lo había estado haciendo de
maravilla pero finalmente había sucumbido a la presión y se había
equivocado, entregando su dama a cambio de un ataque más bien incierto.
Ahora, todo lo que Donald Byrne tenía que hacer para salir de apuros era
capturar esa dama y sacar provecho de la superioridad de piezas.
Eso fue un juicio equivocado, emitido a
primera vista por quienes contemplaban la partida pero no la estaban
jugando. Pues Donald Byrne, el rival de Bobby, no respondió rápidamente a
aquella jugada. De hecho, pasó más tiempo del esperado pensando su
siguiente movimiento, con el rostro contraído en una mueca de intensa
concentración. El maestro estaba atónito: al buscar las implicaciones
del extravagante movimiento de Fischer —un movimiento tan inesperado que
lo había obligado a volver a analizar todo el tablero— él también lo había visto.
Resulta difícil imaginar lo que sintió un ajedrecista importante en el
irreal instante en que, ante sus propios ojos, un chiquillo de trece
años desplegaba un plan de ataque no ya digno de un gran jugador, sino
sencillamente de un genio con mayúsculas. Después de aquel movimiento de
alfil, el tablero parecía haberse teñido completamente de negro ante
los ojos de un atónito Donald Byrne.
El Maestro Internacional descubrió que
aceptar el insólito sacrificio de dama su jovencísimo rival era una mala
idea, pero que rechazarlo ¡era una idea todavía peor! De manera casi
inexplicable, un jugador de prestigio se encontró con que no tenía
salidas buenas frente a un escolar que de milagro no llevaba pantalones
cortos. Byrne, tras mucho meditar, optó por la opción menos mala, esto
es, capturar la reina que su rival le ofrecía. Pero para entonces ya no
había remedio: Fischer, sin importarle haber perdido su más importante
pieza, inició una serie de jaques consecutivos con los que diezmó las
defensas de su adversario, mientras los asistentes observaban
completamente incrédulos al espectáculo, dándose cuenta de que aquella
partida había escapado a cualquier concepto preestablecido. Byrne, aun
entendiendo que iba a perder, no se rindió y siguió jugando,
probablemente para que el joven Bobby pudiera lucirse llegando al jaque
mate final, cosa que inevitablemente hizo.
Al terminar la partida, una vibrante
excitación flotaba en el recinto. Todos eran conscientes de haber sido
testigos de un momento único; ya podían entender que lo que aquel
endemoniado Bobby Fischer acababa de hacer sobre un tablero tenía tintes
históricos. Le hicieron reproducir la partida ante las cámaras y de
hecho terminaría ganando el premio a la partida más brillante del torneo
(no es que fuera una de las más bellas de aquella competición, ¡es una
de las más bellas de la Historia!). Al día siguiente, el analista de
ajedrez de un periódico neoyorquino tituló su crónica como La partida del siglo,
nombre con la que se la conoce hasta hoy. No sólo por lo mágico de su
juego —obviamente, a lo largo de todo el siglo XX hay otras muchas
partidas candidatas a ese título— sino por el hecho de que no hubiese
sido un Gran Maestro sino un mocoso de trece años el autor de semejante
sinfonía ajedrecística.
Durante las semanas siguientes,
distintos análisis de la partida comenzaron a circular por las
publicaciones especializadas en ajedrez de todo el planeta. Era la
primera vez en que el nombre Bobby Fischer se dejaba oír con fuerza en
el mundillo: si bien obtener el campeonato nacional Junior a los trece
años había sido un notable logro, no había sido algo digno de provocar
resonancia mundial. Sin embargo, el que a su edad pudiese haber urdido
una profundísima estrategia frente a un jugador de alto nivel era ya
harina de otro costal. Aquello era la demostración de un potencial
inmenso y los mejores entendidos lo comprendieron al instante.
En la URSS recibieron las primeras
noticias sobre la partida con escepticismo. Conociendo la desesperación
de los círculos ajedrecísticos occidentales por romper la hegemonía de
los maestros soviéticos, pensaron en un primer momento que todo podría
tratarse de un simple “hype”. El típico caso de jugador joven y
prometedor ante quien un maestro juega demasiado descuidadamente y
pierde. Lo de confiarse ante un chaval brillante y terminar perdiendo le
puede suceder a cualquiera, incluso a un destacado profesional. Tal vez
trece años sea una edad muy joven, pero en ajedrez un error es un error
y puede conducir a una derrota incluso ante un niño, con tal de que
éste domine medianamente el juego. Sin embargo, cuando los rusos leyeron
la trascripción de la partida quedaron tan asombrados como los propios
norteamericanos. Aquella partida era una auténtica joya, algo comparable
a las creaciones más legendarias del pasado, algo que nadie podría
producir por casualidad: un burro puede soplar una flauta por mera
coincidencia, pero la coincidencia no le permitirá componer una ópera.
La capacidad de análisis y el nivel de profundidad del plan empleado por
Fischer iban muchísimo más allá de la simple anécdota de un jugador
joven que había vencido a un maestro descuidado. Aquello era
necesariamente la obra de un genio. El despliegue de visión y
profundidad demostrado en aquellas jugadas eran impropios no ya de un
adolescente, sino de la mayor parte de jugadores profesionales del
mundo.
Como dijo el Gran Maestro soviético Yuri Averbach al
relatar sobre sus impresiones tras leer y analizar la “Inmortal de
Fischer”, cualquier escepticismo quedaba completamente anulado: “cuando vi la partida, supe que aquel Fischer tenía un talento verdaderamente diabólico”.
Bobby Fischer acababa de entrar en la historia del ajedrez por la
puerta grande, o más bien como elefante en cacharrería, dando un
espectacular golpe de mano. Pero no sería el último de sus golpes. El
los meses siguientes, el hijo de una enfermera separada, el prodigio de
Brooklyn que había aprendido ajedrez con el folleto de unos “juegos
reunidos”, iba a establecer marcas que tardarían décadas en ser
igualadas y que en algunos casos quizá no lo sean nunca. (continúa)
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